martes, 31 de julio de 2012

Recolecta

Atropellaron a mi perra. Ocho metros de vísceras son prueba suficiente. El impulso de tristeza se vio opacado por el cóctel de náusea y adrenalina. Llevo quince minutos caminando como ezquizofrénico a la orilla de la carretera. La recta blanca entre mi lado de arcilla y la parrilla negra que termina de cocinar el cadáver actúa como muralla. Me checo las bolsas del pantalón, cómo si ahí fuera a encontrar algo para recoger el saldo de Alicia. Los tráilers, las camionetas, los coches y las motos; todos siguen cumpliendo el protocolo de ir nivelando el camino. Es la ley de la jungla en el infierno de asfalto. Al otro lado de la autopista, pasada la malla de calor que deforma los arbustos hay un clan de zopilotes esperando. Al parecer el único que no está en balance con el ecosistema transportuario soy yo. Recojo la mochila y saco una espiga. Trato de atinarle a la franja que todavía conserva algo de melena. Ni cerca. Es hora de seguir el viaje.

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