lunes, 30 de noviembre de 2015

Revés 10.1


Después del doceavo día comenzó el recuento. Las pérdidas eran incalculables. Las despedidas eran imposibles y el dolor permanecía al revés, ingrávido. Los pasos por el suelo traicionero ahora se sentían poco comprometidos con llevar a cualquier a su destino. Había un repudio hacia las nubes, hacia el mar, hacia los árboles; todos actuando como si nada.
En mi barrio, la fe se tardó en volver. Si nos volvimos a unir y decidimos adoptar la ilusión de un nuevo comienzo fue por él, nuestro pastelero. Desde el tercer día organizó visitas a su local. El peso que a todos nos clavó al piso de día, se encargó de dibujar con azúcar y colores un esquizofrénico paisaje. El piso y el techo eran los lienzos. Uno que otro pedazo de cristal le añadía textura al panorama. Todos fuimos a ver. Tan incomprensible como era, resultaba un retrato de lo que ocurrido. Ahí veíamos la confusión, la crueldad que tienen las fuerzas de este universo, pero también el delirio, que permite divertir al humano, y regalarle el poder de la elección.
Después de unas semanas, la materia de aquellos pasteles estallados comenzó a pudrirse y hubo que renovar el lugar a su versión original. Hoy, la repostería sigue siendo la capital del barrio.
Jamás escuché que en sus recorridos le platicara a sus visitas del perro que le robó el cielo. Antes, desde la casa del abuelo, su vecino, lo vi pasar tardes enteras aventándole una pelota que rebotaba en cualquier lado. Ahora, de llavero, lleva la pelotita a todos lados.

Lamparea


El brillo del río a las cinco y media de la tarde, se apaña de mis recuerdos a tu lado. Mis ojos necios te buscan, pero el velo dorado nos torna ciegos e íntimos.
Alguna vez, de niños, bailamos para no ceder al abrazo. Luego, más grandes, dormimos de día para no tener que vestirnos.
Ahora, deslumbrado, me aferro al resplandor de pretexto; para que mi sonrisa no sea tonta por ser auténtica. Los pómulos sumen mis ojos y sin verte, me aprendo una tarde a solas, y contigo.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Revés 9.1 (un peso diferente)


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Brincó desde el techo de la cochera. Un par de pasos de vuelo le bastaron para despegarse hasta unos 15 metros del suelo. Con el primer rayo de sol empezó la caída.
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Cuando él despertó, después de el fallido intento de morir con píldoras ya todo estaba así, al revés. Después de nueve días de soledad asimiló el funcionamiento de la gravedad invertida. Jamás supo bien qué había pasado. En un inicio le echó la culpa a la guerra, tan prometida desde los atentados. Tuvo que desechar sus sospechas pronto. Esto era más grande que la fuerza del hombre. Esto era divino. Alguien, de ascendencia celestial, finalmente regresaba a repartir la miseria de forma justa.
En su caso, todo fue un gran regalo. El primer día consciente fue que escuchó a esa minúscula familia de gorriones callejeros. Con el caos, las aves probaron que descendían del paraíso. Mientras las especies terrestres se despeñaban a la más profunda oscuridad y se extinguían para la eternidad, las aves volaban libremente por la noche, dueños del firmamento. Sin embargo, aquellos gorriones habían quedado atrapados en el patio vecino. Al medio día, comprimidos contra el asfalto por la doble gravedad, chillaban con agonía. Los más pequeños no sobrevivieron ni la primera jornada. Se apagaron sus lamentos, tostados por un sol que no sabe corregir su rumbo. No importa que lo vean de cabeza, no importa el mega asteroide vaya en camino, el sol es incorregible e incorruptible.
Las pocas ganas de vida que le quedaban se las regaló a los pajaritos. Hizo una prueba con el amanecer anterior y salió de maravilla. En éste, el último salto, los nervios lo llevaron a brincar un instante antes. Voló más de lo debido y aterrizó molido por el fúrico jalón que la doble atracción ejecutaba con la ayuda de la altura. Perdió el conocimiento un rato. Luego, consciente, anclado a un planeta que al atardecer lo despreciaría, se fue arrastrando hacia las aves.
Como en el mar, la sustancia no mata sino el cansancio. Entonces, actos tan sencillos como girar la cabeza se vuelven aguerridas misiones que fulminan la voluntad. Para él, un sobreviviente en su propio novenario, la fatiga no era digna de su atención. A dónde él apuntaba, su energía, sus ganas, no eran de uso; al contrario, planearía por el cosmos librado por completo hasta perder el conocimiento.
Después de ocho horas, alcanzó a los gorriones. Se veían desnutridos, pero aún respiraban. Jaló el pesado bote a un lado y separó la rejilla que obstaculizaba su salida. El metal prensó su mano. El sol empezó su descenso y la opresión en el pecho disminuyó. Seguía sin oírlos. Quizás habrían muerto. Quizás tendría que haber saltado un día antes. ¿Cómo sería el mundo ahora? ¿Los días serían a partir de esto, la culminación de jornadas arrancadas de noche? ¿Sabría alguien, pronto o en muchos años por ocurrir, que él había vivido ahí, en la Tierra de antes?
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Las nubes, más bajas ahora, fueron cerrando el paso a la luz. Las gotas de lluvia baleaban el pavimento. Luego cada vez menos, se sentía el rigor con el que caían. El fin se acercaba y él, dudoso de su último acto, exprimió sus perdones con un par de lágrimas que brotaban de las ámpulas que el sol había impuesto. Sin embargo, los pudo ver salir. Su salvación, de éste mundo y de los que le seguían, se iba volando al mismo tiempo que la lluvia que antes pegaba en el piso empezaba a volar de vuelta al cielo.
Ese medio segundo en el que aún era de aquí pero ya iba hacia allá respiró tranquilo. Los gorriones tendrían la noche para encontrar algo de comer. Y él partía a la misma oscuridad, pero con un peso diferente.

martes, 24 de noviembre de 2015

El aire entre el color palidece


Paga con pedacería tecnológica en vez de monedas. Cuando desata la furia del otro, lo enreda con su carisma e ideas grandilocuentes: las monedas del pasado hoy en día valen más que las del presente. Siempre logra sus intenciones, sus deseos, sus compras. No sé si es él estafando al mundo, aprovechando su divina apariencia; o si cada uno de nosotros es un nudo en una vasta red de ficciones. Cada quien se deja pagar su tarifa personal, pero algunos se malpagan con miras a traer al destino en deuda.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Revés 8.1


Desde su cabaña en la costa, Epkins escuchó las noticias. Los primeros quince minutos se río con la nota. Asumió, siendo sábado, que se trataba de alguna radionovela homenaje a Wells, Welles y su invasión marciana. Sin embargo, cuando en su tímpano rechinó la distinguible voz del presidente, su conducta dio un giro. Azotó el cuaderno y se asomó por la puerta. Todo parecía normal. Las olas rompían una tras otra. Sintió con sospecha que no era ignorancia lo que le permitía al mar y al viento actuar como si nada, era más bien la absoluta certeza de que el vuelco gravitacional poco les afectaría (y vaya que tuvieron razón). Regresó a la habitación, metió sus notas en el baúl y amarró al cofre cargado de papel a la manija de la puerta con dos cinturones.
Salió corriendo de la cabaña con un machete y un par de mosquetones, no se detuvo a buscar la cuerda. Corrió por el sendero abriéndose paso con una prisa descomunal. Un par de noches después se preguntaría si todo ese apuro era para salvar a aquellas personas por las que sentía un genuino afecto o si todo era para proteger sus ocho años de investigación. Rebasó a un tremendo cerdo salvaje sin brincar a un lado. La bestia tan sólo vio al antropólogo pasar mientras mascaba algún pobre reptil.
Después de rebasar el pico del monte, empezó su descenso por la ladera. La espesa selva no permitía contactar la aldea a la distancia, pero en su recorrido, alcanzó a ver el plano donde vivían asentados los Yamoai. Quizás no tendría tiempo para convencer a todos de que se integraran a la selva, de donde se podrían aferrar a un árbol, quizás hasta adentrarse en algún cuevón cercano; pero seguro que a unos cuantos sí.
Fue un recorrido largo, sin embargo, en más de dos horas jamás se frenó a descansar. En la recta final, ya más cerca de la aldea, intuyó que algo no estaba bien porque no había cazadores en sus recorridos por las cercanías. De pronto, todos los insectos con alas, como por orden divina, se elevaron. La tierra dejó de llamarse casa y ellos fueron los primeros en dejar caer a todo aquel que no supiera volar. Correr se volvió imposible con la maleza y lianas ondulando en el piso. Como alguien que intenta correr mar adentro y su velocidad se va desplomando hasta obligar la caída, Epkins, enrollado, se agarró de un tronco y empezó a gritar. La húmeda selva crujió por vez primera y sofocó al doctor.
Aquel verde fragor de dimensiones amazónicas parece ser que se escuchó hasta Atacama. Sin embargo, él ensordeció por la agonía de no haber llegado a evitar la extinción Yamoai. Abrazado al árbol, rezó por primera vez desde el internado. Con los ojos cerrados, se sintió indefenso, como aquel niño que alguna vez fue. Aquel olvidado miedo al fin del mundo lo invadía desde los pies hasta invadirle la cara.
Aquel recóndito momento se terminó al instante que el moho en el tronco le jugó chueco a su aferrado abrazo. El universo lo reclamaba y el suelo le quedaba más y más lejos. Cayó sobre un conjunto de ramas que parecieron tenderle una red para mantenerlo en el planeta, con vida. Exhaló aliviado. Sin embargo el CHILLIDO asustado del cerdo salvaje lo hizo voltear hacia la tierra. Ahí venía, el desvalido tercio de tonelada en caída libre. Los insectos, flotando, lo dejaban morir y el cerdo fulminó la malla que sostenía al doctor; enviándolos de nuevo hacia el peligroso cielo.
Después de varios intentos de aferrarse a lianas y ramas, justo cuando se divisaba la copa de los árboles, ese fin de la existencia terrenal, el antropólogo se alcanzó agarrar a un tronco. Los profundos rasguños de ambas caídas eran irrelevantes. El agudo chillido del cerdo ahora se alejaba, para siempre. Epkins quitó una rama de su cara para verlo desaparecer.
Su estómago sintió un vacío como si todo lo que acaba de vivir hubiera sido la rutina por toda su vida. Aquellas cabañas comunales de arquitectura errante en las que compartían el techo toda la comunidad, eran en realidad una nave. Los Yamoai, abordo de una carabela espacial, conocían este momento desde su código genético. En ocho años, aquel secreto que siempre le guardaron, era éste: el pasajero mundo terrestre estaba al revés. Seguro que no sabrían la fecha, pero por lo mismo vivían preparados. Ahora el camino se corregía para ellos, que zarpaban entre cánticos hacia un lugar desconocido.
Epkins sintió el impulso de dejarse ir, de querer alcanzarlos. Sin embargo llevaba ocho años persiguiéndolos, cazándolos.
Era momento de dejarlos descansar y de volver a casa.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Temblor Batido


Cerró el periódico. Del otro lado de la calle un hombre de gafas leía su celular, seguro estaba en lo mismo. Los árboles, la basura, el semáforo roto; todo seguía como ayer. Todo seguiría igual mañana. Tantas cosas cambiarían en un sinfín de rincones del mapa. La vida se haría más complicada para hordas de individuos similares a él; y a partir de ya, tan diferentes. Como siempre, algunos se beneficiarían de todo esto: aquellas misteriosas sonrisas que lucran con las pérdidas.
Regresó a la primera plana y se concentró en sus ojos, impresos en blanco y negro. Toda esa confusión no le correspondía. Él tenía claridad -al menos-. Aquí, en este pliegue planetario, no había humo para cultivar el desconcierto. Anheló la espesa pringosidad que el conflicto, la derrota y la angustia comparten. Esa parca tranquilidad, estancada en la acera, lo ponía inquieto. Quizás a todos sus paisanos, sólo así se justificaba la ráfaga de discusiones y gritos a esa nada digital que tantos sostenían para hacerse pertenecer a una humanidad que los cortaba de tajo.
La guerra es un club selecto. Quien está dentro sufre por salir y quien está afuera no se permite dar las gracias. Al contrario, se pone de puntitas para asomarse hacia el combate. Quiere un souvenir, un loquesea que pueda presumirle al resto de los no-invitados. Él era uno de ellos. Él sintió la soledad de no haber sido preferido por un mundo que mata a millones y deja libres e indefensos a muchos más.
Pateó una lata que aterrizó en un montón de hojas muertas, sus actos rebeldes parecían un servicio público. Mientras, el mundo tan diverso se arrastraba, desgajado y penetrado, por seguir dando vueltas. La humanidad varía en esta Tierra; y termina por perderle al cambio. Hay valores distintos que ya han sido diagnosticados; y valor desigual que ya es sufrido por miles, también.
Sus penas, ligeras como espuma, flotan como el polvo sobre el dolor verdadero. Su alegría, en eras como ésta, ofenden. Su indiferencia, silente, lo extingue.
El destino es de quien lo lastima. El mundo es de quien sale lastimado.
Sin tenencia, ni pertenencia, tiró el periódico a una jardinera marchita. Caminó hacia la parada con la vergüenza de quien sabe que jamás morirá martir.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Phido


Caín pensó en el futuro y los huecos que éste traía consigo. Vio a la tierra desgajarse en ceros y unos. Su cosmonáutica expedición lo condujo a una ingrávida existencia. Sentado en la sala, implotó silenciosamente en un concepto. Jamás volvió a abrir la boca, absorto en una dimensión sin tiempo y sin voces familiares que lo hicieran regresar a casa.
Abel nació mudo y con una dificultad de aprendizaje. Pasó los días en el jardín cavando un hoyo. Su necio aburrimiento se transformó, palada a palada, en una colosal cavidad.
Una mañana de otoño lo encontraron muerto en la profundidad de la fosa. Ahí lo enterraron con el sillón de su impasible y teórico hermano.
Sin hablar, sin siquiera arquear las cejas, Abel mira a los turistas que se toman fotos con el socavón de fondo. Largas filas de mochileros rodean la casa cada mañana. Algunos de ellos, en días especiales, alcanzan a verlo asomado por la ventana. Nada suele suceder en dichos cruces de miradas; aunque más de uno ha declarado que se respira una carnal envidia en aquel ser, tan alto en sus ideas y tan pesado en sus deseos.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Tuerca devuelta


En el cuarto principal de aquella casa, en vez de cuadros había tapetes y candelabros. No es que no hubiera marcos con fotografías y coloridas pinturas impresionistas, pero todos yacían incrustados a ras de piso. La oscura duela de madera enmarcaba las cuadriformes piezas y una invisible capa de cristal permitía caminar sobre los cuadros sin lastimar el contenido. El techo tenía un domo, sin embargo, este no era el convencional tragaluz, profundo, imposible de abrir; más bien eran ventanas en el techo que resonaban con la lluvia pero que en días soleados se abrían para sentirse fuera de las cuatro paredes.
Es curioso pensar que la traducción más aceptada de la ilustre novela de Henry James The Turn of the Screw, sea Otra vuelta de tuerca. En el título sajón jamás se establece que la vuelta venga a ser OTRA, tan sólo ES una vuelta de tuerca a la que se alude. No obstante, el título castellano hace sentido, tiene mucho juego en el sonido de sus palabras y en el significado de las mismas; y por último, es fácil de retener. La duda pasa a un segundo término pero no por ello muere: ¿cuál fue esa primera vuelta y qué pasó en ella?
Todas las tardes, dentro de aquel cuarto, sospechaba yo si ese espacio era el único remanente en este mundo de esa primera vuelta. ¿Qué si habíamos aprendido, a la mala o a la fuerza, a usar los tapetes para pisotearlos y no admirarlos? O tal vez, esa molesta sombra que esquivamos al escribir con cierta distancia ante el papel, probaba que las lámparas debían de ir pegadas a la pared y no al techo. ¡¿Para qué llamarle techo a la pared cuando la pared es el piso realmente?!
Ahí pase, en casi diecisiete años, más de mil tardes que se hicieron noches, a veces mañanas. [Siempre con dudas excepcionales, mismas que le ebullen en los sesos a un hombre común cuando siente una ráfaga de majestuosidad ante él]. Para otros invitados el lugar era más una broma, un terreno fértil para que ya bebidos, la mirada se tambaleara dentro del ojo y se desanudaran las risas.
Estoy seguro que la mayoría jamás puso atención en la pared del fondo. Era de color opaco y textura lisa, adornada por un sólo cuadro. Sus colores y formas permitían imaginar que la imagen cumplía con el orden del resto del cuarto, pero también podía uno creer que esa pared era el pellizco de espiral que se había afincado en el plano que conocemos, la fastidiosa horizontalidad de absolutamente todo. Con talante compulsivo intenté checar muchas veces de dónde colgaba tal obra. Quizá el clavo pudo haber sacado la duda de mí. Pero fue imposible. Pendía de la pared con tal perfección que era imposible corroborar mi teoría. La gravedad, dicen los simplistas cuando ellos son la pesadez del asunto. En todo el espacio sobraban ejemplos de desafíos a esta fuerza terrestre. Los candelabros, almidonados con algún asombroso material, colgaban de la pared hacia el plano opuesto con la misma naturaleza con lo que lo hacen en cualquier comedor europeo. Para el cuadro misterioso eran las mismas reglas.
En una de esas mil tardes que llegué a tiempo nos conocimos. Y cómo cualquier hombre común ante una ráfaga de majestuosidad me sentí bendito. La dicha, creo yo, merece llegar en el tercer capítulo de nuestras vidas. La dicha es la base de la satisfacción, que en fines de semana se endereza en alegría pero que también exige, el resto de los días, reposo. ¿Y cómo no reposar con dicha cuando no está satisfecho? Es así que la ignorancia gana terreno en la mente: la dichosa ignorancia de quien se sabe querido y no tiene deudas con el mundo es el mérito de una vida sufrida duda tras duda.
Por eso, ahora que sé más cosas porque me pregunto menos y soy un sonriente profano, es importante que me acuerde de aquel cuarto. Ahí estaba lo de siempre, pero te sentías como nunca; en aquel cuarto de retratos en el piso y una pared que era un portal a otro mundo, antes de que a éste le hicieran otra vuelta de tuerca.

martes, 3 de noviembre de 2015

Reumático & Serrano


Tenía esa respiración tangible, sólida; como un búfalo durante las ásperas heladas.
Sin embargo, no podría haber pesado más que un zorro. Sus retinas eran el eclipse de su mirada.
Era durante ese instante antes de morir, en el que salmón, después de una vida completa nadando contra corriente, descubre que habita una alberca de olas, y pierde su presencia.