miércoles, 29 de junio de 2016

perito


hay más cosas muertas que interesantes en esa casa
y en todas
pero le incumbe más el respeto frío y mohoso que una migaja de ciencia
y a todos

martes, 28 de junio de 2016

vancha


Salió de Lima en dirección a Buenos Aires. El medio de transporte daba igual, había tiempo. En la maleta había una pasta de dientes nueva, un par de cepillos, ropa y, dispersos, los elementos básicos para armar una bomba incendiaria. Por sí mismos, ningún artículo era ilegal; no había razón para sentirse preocupado. La botella era de pisco, qué ironía.
El defender a la patria hacía años que se había convertido en algo obsoleto. Los pasaportes eran ya todos iguales. Las banderas ya sólo se veían en libros y viejos álbumes de fútbol. El mundo se había vuelto un lugar más jodido para vivir. Las fronteras habían perdido sentido. Bajaron los polos, subió la mierda y se democratizó la higiene, o más bien la falta de.
En el antebrazo izquierdo llevaba un minúsculo tatuaje. Era una tijerilla con detalles en un intenso amarillo. De la muñeca colgaba una desgastada pulsera de cobre. La mano firme, empuñando el maletín.
Nadie, absolutamente nadie, tenía idea de sus intenciones. Llevaba apenas unas horas con la idea en la cabeza. Hasta el día de ayer jamás había pensado en convertirse en un mártir o un terrorista o cómo sea que los medios fueran a catalogarlo póstumamente. No estaba loco tampoco, o al menos la gente no tenía esa impresión de el. No había sido un sueño el que lo había empujado a perseguir tal objetivo, pero sí esa primera idea del día, que viene impregnada con el hormigueo de irse 'secando' de la húmeda modorra que a todos atrapa noche tras noche.
Quizás eso era lo más interesante para todo aquel que no se viera afectado por sus actos. El pensar en los motivos de un hombre común. A él probablemente también era lo que más le atraía de llevarlo a cabo, el despertar esa palpitación en toda persona que se sintiera ajena a tal barbarie. Sin razón explícita, sin desorden mental, sin heridas graves de la infancia o sin proyecto de vida fallido; ahora todos podrían, si querrían -o también si debieran-, ser eso: un enemigo.
La emoción de pensarlo así le pareció increíblemente cómoda. Recordó pequeños episodios donde alguien sin cara y sin nombre detrás de un mostrador o una pantalla había sido su enemigo. De igual forma, sin grandes argumentos, ahora ese látigo invisible que entre esclavos se prestaban, yacía en esa misma mano que cargaba el maletín.
La palabra venganza es producto del hacer sustantivo un verbo que igual significa señalar con fuerza como hacer justicia. El estallido señalaría con fuerza el hacer justicia, pero no era una venganza. La palabra es retroactiva y engarrotada, genera un sustantivo -una idea- en algo que tenía que haberse mantenido como un verbo -una acción-. No había desquite, ni revancha; al contrario, era un regalo donde había nada en el pasado. No era un desafío tampoco, se culminaba en sí mismo el atentado. Era un microscópico e insignificante nudo en una liga: finito y eterno a la vez.
El peligro estancado es un paisaje misterioso y atractivo.
Cruzaría pronto por Bolivia. Que sin saber nada sería capaz de apreciar lo que en su tierra todavía era un acto imposible.

domingo, 26 de junio de 2016

deardidos


Qué perra es Liliana. Qué fácil es caer en la tentación de desear que fueras tú al que ella amara. Tal vez son esos pantalones rotos, que no sólo permiten que se asomen aquellas sustanciosas piernas jaspeadas con tatuajes blanco y negro, sino que se ríen de todo lo novedoso, lo inmaculado, lo caro y lo simulado. Tal vez es aquella húmeda aura que la rodea. En la mañana pareciera que el rocío la preserva. Por las tardes es un inocente sudor -en la frente, el cuello y el sope- el que sin que ella alce la cara ancla tu mirada y a tu instinto manosea. Tal vez es la forma en que mira sus cuadernos, hoja en blanco, como si el primer rayón o palabra sentenciara el discurso de cada página. Yo creo que es esa mirada que tiene, que marea. Pero ni a mi, ni a nadie quiere Liliana. Por que Liliana es una perra.

IIIf


Descubriste que tu sangre está puerca de sangre ajena. No fuiste tú. No importa. Sin solicitarlo, te exige que lo defiendas ante la plasma derramada de un inocuo apellido foráneo. Las caras no reconocidas ahora son todas la misma. El terreno de asfalto que gobierna esta ciudad se ha vuelto anónimo y hostil. Salir de él es impensable. Adentro, los pasillos, de pálido tapiz inglés, son eternos corredores donde nadie vive; y si sí, son demonios de falda o corbata escondidos detrás de sus costosas vajillas. Toda acción es un pretexto para delatarte. Miras de reojo a tus espaldas. Podrían haber ya entrado.
Consideras ir a la turbia estación de policía, pero no tienes nombre. Además, podría haber condenas pendientes qué liquidar. No hace sentido sin descendencia. ¿Para qué pagarle el pasado a un muerto si no hay futuro?
Hasta hoy habían los buenos, los malos y los pobres de espíritu. Qué raro ya no saber cual te respalda, te justifica. Qué extraño es saberte mejor ahora y derogar el antes -el álbum merece una repasada-

domingo, 19 de junio de 2016

K


Son las palabras correctas con mal aliento y la dislexia de las manecillas de un reloj gigantesco. Son miles y miles de personas abordo de un país que se hunde en un infinito desierto.

jueves, 16 de junio de 2016

Olvidar es una cosa, pero negarlo... jamás.


Estaba en ese punto donde es incierto si es cena o es desayuno, sentado en un tramo de piso que no era estacionamiento pero tenía un coche estacionado a mi lado para recargarme -el meñique roto, la consciencia intranquila y tremendas ganas de cagar-. Había estado borracho hace unas horas, pero ya no; ahora tocaba un último paréntesis antes de la resaca. Ahí me acordé de ti, hermano menor pero hijo único a fin de cuentas (tus berrinches y mi paciencia, titánica mancuerna). No sé si habíamos estado juntos ahí mismo o si teníamos alguna anécdota que refiriera a este instante que me había tocado vivir a solas, pero igual me pareció que te debía contar esto cuando te viera. El hedor interrumpió la añoranza. El ácido tufo me irritaba al mismo tiempo que me pedía inhalarlo más. Tampoco podía moverme por lo que sólo me quedaba eso: machacar mi olfato y desear que se hiciera de mañana. Después ya no sé bien qué paso, pero aún cuando analizaba la mostaza en mi camisa o cuando con la lengua pasaba lista a mis dientes con serio temor de encontrar una ausencia; te sentía no cerca, pero sí paralelo.
Ni te había buscado para contarte esta omitible pendejada cuando me marcaron a decirme que habías muerto. Entonces ya no sé si nunca te lo pude contar o si estabas ahí conmigo pero lo que me preocupa es que muy pronto a mí se me va a olvidar este recuerdo y jamás sabremos, ni tú, ni yo, qué chingados pasó y si nos pasó a los dos.

miércoles, 15 de junio de 2016

el egoísmo adocenado


Es honesto y analítico, aunque no posee mucha energía. Eso a veces le toca el ánimo, pero casi siempre, es un pragmático bonachón. Estudió matemáticas aplicadas aunque ahora se dedica cien por ciento a la administración de la fábrica. Disfruta su trabajo más que la ciudad a la cual su mismo empleo lo trajo. Sin embargo, como decía su padre 'no importa donde estés si estás haciendo lo correcto'.
Excepto en época de cierre fiscal, sale de trabajar a las cinco treinta en punto. Su mujer, Eva, lo espera con un té -el sabor varía cada día- y con Víctor, su hijo de cuatro años, en la sala. Ahí siempre hace un rápido repaso de la jornada y luego, inocentemente, libera un profundo pero rápido suspiro. Como si la exhalación levantara un muro que atrinchera el hogar y deja las preocupaciones de la fábrica afuera, en la inhospitalaria calle.
En el hogar se ve televisión en horas controladas. Se merienda a la misma hora -el menú cambia constantemente aunque la rotación de ciertos platillos se ha tornado hebdomadaria-, y siempre siempre, se reza antes de dormir. Un libro, una sinfonía, cualquier lío de la cuadra o la descompostura de algún electrodoméstico son los pincelazos que aceitan el calendario y le dan fluidez al paso de los meses. La falta de la tuerca correcta, un nuevo hoyo en el jardín por Dodo -el chow chow de nueve años-, la alergia de Víctor o sus achaques lumbares son los problemas a encarar en la consabida rutina.
Las grandes victorias o derrotas sentencian las épocas de cada uno. Cuando estas no aparecen, ni se envejece muy deprisa, ni se mantiene la juventud de cerca, como que los números de la edad nada más se destiñen en nuevas cifras y uno no crece con ellas. La identidad, congelada en una foto, se va atenuando y los suéteres o las gafas o las canas acaban siendo el único rasgo para diferenciarse de alguien o algo.
El, sin prisa, saca los pies de las sábanas después de un sueño extraño. La mano, lentamente regresa de la alarma a su pijama azul cielo. El instintivo recordatorio de comprar la pomada ha sido interrumpido. Sus problemas ya son otros. No importa ni el jardín, ni la urticaria, el rechazo a bajarse de la cama son producto de las ganas de decir mentiras con las que se ha despertado.

miércoles, 8 de junio de 2016

En cada piso vive un judas sin cena


Se iba temprano de los funerales y era el último en las bodas. Jugaba adivinanzas con los niños y era crudo con los mayores. Parecía feliz por fuera y en sus ratos a solas acariciaba, como si fuera un ratoncito, a su enquistada soledad. Era uno más de muchos pero como el había pocos.

sábado, 4 de junio de 2016

lo nuevo es una sensación


Cuando era niño, me tocaba esperar a que mi papá cerrara la tienda todos los sábados. Por alguna razón mis hermanos estaban exentos de esta nada gratificante "tarea". Realmente no tenía que hacer nada más que aguantar. A veces, mi papá notaba mi aburrimiento y me daba un par de monedas para comprar un frutsi o un sobre de estampitas. La mayoría de las veces éste no era el caso y yo nada más rayaba con mi uña el mostrador por casi dos horas. Luego nos subíamos al Lebaron y nos marchábamos a casa de mi abuela donde yo tenía que llegar a ponerme al corriente con el juego que mis hermanos y primos habían arrancado con gusto desde temprano.
Un sábado, mi papá me pidió que le cuidara un par de billetes. Llamó mi atención uno de-los-nuevos. Estaba tan impecable que hasta pensé que debía de costar más dinero de lo que decía en las esquinas. Lo aprecié por un buen rato. Luego, sin darme cuenta, le fui faltando el respeto. Para comprobar que sí podía tener aunque sea una arruga doblé una esquina. Después, ya imperfecto, todo era posible. Hice un avión de papel. Intenté convertirlo en una servatana. Lo doblé en mitades queriendo hacerlo diminuto. Entonces, Nacho, un asistente de mi papá dejó el plumón negro en el mostrador. Primero pinté un punto en cada esquina. Le soplé un par de minutos, sacudiéndolo cuando me faltaba el aire para que no hubiera forma que la tinta no secara. Me atreví a pasarle un dedo encima. Los puntos negros se mantenían firmes. Emocionado imaginé en qué podría dibujarle a ese casi-nuevo billete. No recuerdo la razón, pero dibujé una tortuga. Justo cuando estaba terminando el caparazón mi papá me arrebató el dinero. Su cara era una mezcla de sorpresa y rabia. Yo aguardé unos segundos, pensando en que el asombro de mi padre saldría triunfante. Estaba equivocado. Enojado, me cargo de un brazo y me paso del otro lado del banco. Me preguntó varias veces el porqué de mi acto. No supe qué decir, aunque ahora sé que tendría que haberle dejado bien claro que todo eso era producto del aburrimiento al que me sometía cada fin de semana.
Ese día llegamos tarde a casa de mi abuela. Mi papá me llevó de tienda en tienda hasta que alguien me recibiera el billete y yo le devolviera el cambio limpio, sin tortugas. Pasamos a un par de tintorerías, una ferretería, una recauderia, cinco abarroterías y a la estética de la esquina. No fue hasta que en una gasolinera, un despachador gordito se río de mi obra y me lo cambió por uno nuevo (no tan nuevo como había empezado el otro).
Pasaron un par de décadas. Mi papá murió. La tienda que nos había llevado tanto tiempo decorar y hacer nuestra se convirtió en una tienda genérica, de luces blancas y pasillos uniformes. Los aparatos conquistaron todo. Y yo, un adulto cualquiera, un sábado comprando un encendedor con uno de cien recibí de cambio un viejísimo billete. Ojeándolo mientras avanzaba por la banqueta y me prendía un cigarro pensaba que cómo es que hubiera dinero tan vetusto en circulación todavía. Se ponía en evidencia, una vez más, nuestro rezago como país. Al voltear el papel me quedé helado. Deslavada, marchita pero afianzada a su lugar, estaba la tortuga. Me cagué de risa de mi mismo. Guardé el billete en mi camisa y la cartera en las nalgas. En la tarde me junté con un par de amigos a echar la ficha y les conté lo sucedido. La verdad es que tampoco fue muy relevante para ellos. Era 'de esas historias que tenías que haber estado'. Y sólo yo había estado, conmigo y con ese billete, en todos estos años que cada quien hizo lo que quiso hasta que nos volvimos a cruzar. Cuando iba al baño lo sacaba de la camisa y lo miraba. Si tan sólo pudiéramos hablar el mismo idioma, le decía ya algo borracho a ese cutre pedazo de plata.
Ya muy noche, pagué la cuenta y salí a la calle. Consideré pedir un taxi pero ya sólo me quedaba la tortuga. Vivía yo a ocho cuadras por lo que decidí irme a pie.
Venía pensando en alguna bobada, de esas que a cada uno nos hacen sentir específicos y que no somos nada más una nata humana con ojos, brazos y huevos. Me cortó el paso un escuincle de diecisiete años y su novia. Ni tiempo tuve de explicarle que no me estaba robando dinero sino el recuerdo.
Fue esa grieta que concluye una relación o una idea. Harto de esa pinche ciudad me vine a la playa.
Ahora veo menos dinero y más tortugas.

viernes, 3 de junio de 2016

del otro


en cada pared, en cada tenedor mal lavado de fonda cualquiera, en cada cuadro de papel de baño, en cada acento intencionalmente olvidado, en cada juego de viborita perdido, en cada agujeta pisoteada, en cada vieja que te imaginaste que iba a ser tu novia, en cada nube apreciada con cariño desde alguna carretera federal, en cada h silenciosa, en cada vez que bailaste por inercia algún cover pitero de los bee gees, en cada microscópico regurgite del cual no hiciste a nadie partícipe, en cada pesadilla intrascendente, en cada switch oxidado, en cada lata de atún en agua, en cada escalón tropezado, en cada mensaje en buzón de voz, en cada uña mordisqueada, en cada vez que escogiste una playera antes que una camisa, en cada crayola que rompiste, en cada plan, en cada meta, en cada mesero maleducado, en cada carita feliz que dibujaste, en cada idea que te dio miedo pensar o decir, en cada pariente lejano, en cada baño de carretera, en cada alarma apagada, en cada puto que te han dicho, en cada vez que literal y no metafóricamente te has mordido la lengua, en cada faje chafa en la oscuridad de un coche automático, en cada hoyo de calcetín, en cada CD rayado, en cada vez que no te atreverás a llorar, en cada óvulo no fecundado, en cada cinco minutos que has llegado tarde, en cada novela barata, en cada marcha inocua, en cada esguince, en cada barro inoportuno, en cada mosquito, en cada aplauso, en cada pedo, en cada sueño, en cada una de todas las veces que te has dicho que ahora sí, que ya es tu turno, que será distinto esta vez...
ahí vives. no en donde tú crees que vives y que nadie más está ahí y que por eso te siente sólo. ahí no. sino de este lado.