martes, 26 de noviembre de 2013

Mancha de plastilina


Acostado en un rincón de la sala, hacía tiempo que no almorzaba.
Las ambulancias pasaban al alba y cuando menos despierto estaba, juraba que entonaban su nombre.

Cerca del control remoto tenía su pistola.
La empuñaba para sentir el peso. Le apuntaba a los conejitos que brincaban a través de la pantalla.
El helado derretido llegaba hasta la alfombra, el tenue napolitano entristecía el lugar.
A partir del torbellino hacía demasiado calor afuera para el frío que se sentía por dentro.
A veces la tele pasaba canciones que lo hacían sentir joven. Las dudas era lo que más extrañaba de aquella etapa cargada de errores.

De noche imaginaba mariposas; no son invisibles, tan sólo muy negras.
Hinchado en estática esperaba la visita de alguien cada mañana.
El revoloteo se iba esfumando y los cuervos jamás regresaron.

El hermano cuatro de siete, casi muerto en la estancia, aún no guardaba rencor, ignoraba el dolor que en su interior aullaba.
La paciencia malvada lo dejaba seguir siendo; las nubes en cántaros de lágrimas se desgajaban pudiendo hacer nada.
En su inmóvil existencia se escondía un poder maravilloso. Los más disconformes afirmaban haberlo visto.

La artrítica luz tropezaba en bandazos a través del cuarto, pudorosa cubría con el humo los vacíos de fluido luminoso.
Él la observaba, sin confesar su asombro pero dejando que la sal bañara sus pómulos.
El mango de la pistola, ahora cochambroso de helado esperaba su turno.
El índice apunta y el pulgar cual martillo, le dispara a un rayo de luz. Lo libera de su prisión física.
La partícula de luz ya no tiene que iluminar a cada lugar que va. Ahora tiene una elección.
En su indecisión se evapora, así nos esfumamos todos.
Con la prisa que una vaca aguarda a la siguiente mosca, con la cara contra el piso él respira.
Le permite al escandaloso mundo exhibirse por la ventana.

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