jueves, 11 de junio de 2015

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Hoy, de regreso a casa, no me encontré con un vagabundo. Sus ojos diluidos, sus uñas impenetrables, sus capas de ropa -aislantes de un mundo que no lo reconoce-, todo eso no ví. De una dentadura respetable para ser un vago pero con exactamente la voz que uno esperaría de él, eso no encontré en las cuadras del centro de la ciudad.
No me contó que de joven, su fantasía era caminar por las calles, envuelto en pensamientos existenciales que lo lastimaran y que su cara conflictuada fuera vista por un grupo grande de amigos; que lo reconocieran, que fueran testigos involuntarios de su miseria y de su paz con la misma. Quizás alguna amiga de corazón alegre se confundiera con tal espectáculo y se cuestionara como alguien con tan poco podría estar tan cómodo con su situación, y tan afligido al mismo tiempo. No pudo haberme confesado tal confesión, que hablaría de como desconfíaba de sí y de todos pero al final, en los eventos establecidos ponía su mejor cara. Sin embargo en la soledad disolvían sus encantos y quedaba, al fondo de las costillas, una áspera roca de dudas y certezas.
Yo llevaba prisa, así que no pude haberlo escuchado queriéndome explicar que su fantasía jamás llegó. Que nunca alguien, sin pretenderlo, se encontró con su verdadera aflicción y se sintió afortunado de tenerla de cerca. Quizás fue justo eso lo que lo hizo un errante; la eterna necesidad de caminar de noche queriendo ser visto navegando en su calzada de desconsuelo.
No lo ví así que, hasta hoy, nunca supe. Lo que sí dijo y lo escuché clarísimo fue: "al final yo sólo quería ser el más chingón en algo".

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