viernes, 31 de julio de 2015

El lujo de despertarse molesto


Héctor se levanta todos los días. Se talla la cara con fuerza ante el lánguido chorro de la regadera. Se amarra primero el derecho y luego el izquierdo. Desayuna de pie, bajo el marco de la puerta, con prisa. No se despide de nadie. Todos duermen.
Héctor trabaja todos los días. Empieza con los nudos de abajo y va apartando la lona hasta usarla como techo del puesto. Canta con gritos que aturden y cautivan a las oleadas de ensimismados que pasan frente a él. En las horas muertas platica con Hilda, de las crepas o lee el periódico sensacionalista.
Héctor viaja de vuelta a casa por hora y media todos los días. Con la derecha se recarga en la ventana o se aferra al metal, con la izquierda protege el dinero que lleva. Las luces cálidas y tristes del transporte obligan a todos a asomarse a la noche que cobija a todos y todo con su manto de indiferencia.
A veces en la mañana, a veces en el trabajo, otras de noche, Héctor se acuerda de cómo su hija Patricia hace reír al bebé al bailarle moviendo las nalgas y él también se ríe.

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