miércoles, 26 de octubre de 2016

lágrima de limón


Con la misma claridad que ofrecía el crucigrama que llevaba atrapado en la axila, viajaba Mariano Tello. Aferrado a su silla en un vagón retacado de seres en tránsito, pescaba con la vista los huecos que dejaban las otras miradas.
Como para no sentirse comprometido.
Como para que un lado de su cara no se cayera bajo el arropamiento de una ignorancia demasiado intencionada.
Era un ciudadano más. Eran muchos para que un insulto o un descuido de bajo impacto sea procesado por la ley, la comunidad o la ley de la comunidad.
La igualdad de género se convirtió en la inyección letal a la caballerosidad. La democracia se enquistó en los genéticamente indiferentes. El rencor a una agresión ya olvidada torna ese impulso de agresión en algo vago, de poco tino y nula justicia -como si el selvático ojoporojo tuviera todavía un alto grado de vigencia-.
A Mariano se le debía el servicio de un banco del que no era cliente. Aún no le llegaban las disculpas por una sobredosis de tráfico de la cual él formaba parte. Esperaba que la comodidad que le fue usurpada por algún imbécil inconsciente de sus derechos básicos, le fuera regresada con creces por la penuria tolerada.
Viajaba Mariano Tello, con otros mil, abordo de un vagón para cien; en una línea recta, serpiente en rigor mortis, hacia el infierno. Y a todo el mundo le valía verga.

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