miércoles, 13 de septiembre de 2017

un porcentaje de la corteza terrestre


Hay algo muy triste en las mujeres de cuarenta y cincuenta años que habiendo buscado la libertad y habiendo sólo alcanzado el libertinaje exclaman atención como un placebo de restricción para sentir la seguridad que tenían en la infancia o la pubertad. Eso era Mariana, una señora atractiva -atributo que se le otorga a todo espécimen que es celado en materia física por los de su mismo género- cuya mirada mezclaba añoranza y endeble alegría. Era alguien con posesión de sabiduría sin duda, pero quedaba en evidencia muy rápido que no sabía emplear su erudición en su beneficio; más bien todo lo contrario.
Yo fui amante suyo por unos meses. Supe desde la vez que volviendo de una vacación decidí no llevar mi maleta a su departamento, que no sólo eran las últimas horas con ella; sino que yo empezaba esa noche a diluirme en un mar de decenas, quizás cientos, de amores fortuitos. En el tiempo que estuvimos juntos sólo denominó con nombre propio a Pedro, su primer marido, y a Jerrry, el buzo que murió en un accidente automovilístico. La realidad no era igual en la dirección opuesta. Yo supe desde el primer instante que Mariana sería una experiencia irrepetible y por ende, inolvidable, para mí. No sólo la lista de mis parejas era ridículamente más corta, también era más simplona en todos los aspectos.
Fui yo quien decidió terminarlo todo. Ella lloró muchísimo. La piel de su pecho parecía un cartón húmedo, gastado por las cascadas de lágrimas que ella le dedicaba a nuestro rompimiento. Aún así, también había algo mecánico en sus acciones. La cadencia de sus movimientos cuando fue por los pañuelos o cómo se reacomodaba el tirante del vestido, una y otra vez, pertenecían a alguien ajeno a ese llanto; años de entrenamiento me imagino.
No la he olvidado hasta el día de hoy y ni siquiera una cruel enfermedad mental podrá borrarla de mis recuerdos. En las bodas de oro de la misma pareja que nos introdujo la volví a ver esta mañana. Eso que era Mariana lo sigue siendo. Los machos paternalistas la critican. Sin piedad describen su mirada perdida; esa que deambula al instante de abandonar sus pupilas envueltas en negro rímel. Es verdad que hay algo en ella que es y siempre será un gorrión herido que pide ayuda aún cuando ella afirme lo contrario. Lo que sabemos unos cuantos de los presentes -todos previos amantes- es que la melancolía que baña aquella aparición (en un angelical y anacrónico vestido blanco de crochet) es producto no de ella sino de nuestro hueco y vulgar interior.
Es así que no me atrevo a saludarla, por más que desde el otro lado del salón resulte evidente su carencia por una brújula de algún tipo. No es suficiente querer ayudar. Hay que saber hacerlo.

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