lunes, 4 de septiembre de 2017

hay un sordomudo rapado


Hablar rápido, ser más veloces que nuestros propios cerebros y nunca arrepentirnos de lo ya dicho para poder no ahogarse en la cascada que ahora es sobrevivir las ciudades. Ser ruidoso y violento, jamás pedir perdón, jamás un backspace, jamás lo jamás y siempre lo que siempre nos convenga. Ser absolutos para el poder. No dárselo ni a nuestros hijos, o mascotas, o esposos y esposas que nos amarran de la bazuca que somos de nacimiento. Escupir ofensas y actuar ofendido cuando las pitos, los vaginas, das gluten y anfetaminas sangrientas nos hagan sentir mal de lo que somos de viernes a domingo cuando no queremos ser lo que escogimos y padecimos hasta el jueves. Lloran las machas. Las putean también. Espinamos los suelos minados de países con deficiencias genéticas y jinéticas. Luego les donamos agua y sabemos que hemos visto a dios porque lo compartimos en cenas de lácteos impagables y cadáveres semi-extintos. Nos vamos a dormir hinchados. Arrastramos los pies por oscuros pasillos y vamos sujetándonos de pensamientos que luego embalsamamos en ataúdes de censura autofascista. Pasan las mañanas donde antes de abrir los ojos ya quisiéramos no haber, no tener, no ser, no merecer. Pasan las noches donde soñamos lo que fuimos de niños y un día de pubertad asfixiamos sádicamente en un charco para quedar bien con nuestros mejores amigos. Pasan con prisa las cosas. Pasan con un chingo de velocidad. Pasan y se dformaan y se transfrmaan en gola msá. Pasan las peores y mejores cosas. Nadie tiene el tiempo para notar que son la misma dos veces, dos lados, dos muertes, dos ojos, dos notas, dos dos, a dos y de dos, dos gotas de agua, una puerca y una limpia. Así, con el acelerador cerebral que estrenamos y estresamos hasta infartarnos de la alegría nos le prendemos fuego a nuestra reputación para homenajearnos a nosotros mismos y anotarnos en el máximo paredón de humo digital. Ahí morimos al calor de setenta cigarrillos. Nos entregamos a la exploración genética demandados, sin condón, con nuestros queridos hígados podridos y con el dulce sabor de la liberalidad que cubre la amargura que gotea del paladar por empeñarnos a razón de ideales plastificados, reciclables pero no reutilizables. El tufo no muere, ni se destruye, sólo sube de prisa y un día llueve de vuelta.

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