lunes, 9 de noviembre de 2015

Phido


Caín pensó en el futuro y los huecos que éste traía consigo. Vio a la tierra desgajarse en ceros y unos. Su cosmonáutica expedición lo condujo a una ingrávida existencia. Sentado en la sala, implotó silenciosamente en un concepto. Jamás volvió a abrir la boca, absorto en una dimensión sin tiempo y sin voces familiares que lo hicieran regresar a casa.
Abel nació mudo y con una dificultad de aprendizaje. Pasó los días en el jardín cavando un hoyo. Su necio aburrimiento se transformó, palada a palada, en una colosal cavidad.
Una mañana de otoño lo encontraron muerto en la profundidad de la fosa. Ahí lo enterraron con el sillón de su impasible y teórico hermano.
Sin hablar, sin siquiera arquear las cejas, Abel mira a los turistas que se toman fotos con el socavón de fondo. Largas filas de mochileros rodean la casa cada mañana. Algunos de ellos, en días especiales, alcanzan a verlo asomado por la ventana. Nada suele suceder en dichos cruces de miradas; aunque más de uno ha declarado que se respira una carnal envidia en aquel ser, tan alto en sus ideas y tan pesado en sus deseos.

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