jueves, 26 de noviembre de 2015

Revés 9.1 (un peso diferente)


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Brincó desde el techo de la cochera. Un par de pasos de vuelo le bastaron para despegarse hasta unos 15 metros del suelo. Con el primer rayo de sol empezó la caída.
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Cuando él despertó, después de el fallido intento de morir con píldoras ya todo estaba así, al revés. Después de nueve días de soledad asimiló el funcionamiento de la gravedad invertida. Jamás supo bien qué había pasado. En un inicio le echó la culpa a la guerra, tan prometida desde los atentados. Tuvo que desechar sus sospechas pronto. Esto era más grande que la fuerza del hombre. Esto era divino. Alguien, de ascendencia celestial, finalmente regresaba a repartir la miseria de forma justa.
En su caso, todo fue un gran regalo. El primer día consciente fue que escuchó a esa minúscula familia de gorriones callejeros. Con el caos, las aves probaron que descendían del paraíso. Mientras las especies terrestres se despeñaban a la más profunda oscuridad y se extinguían para la eternidad, las aves volaban libremente por la noche, dueños del firmamento. Sin embargo, aquellos gorriones habían quedado atrapados en el patio vecino. Al medio día, comprimidos contra el asfalto por la doble gravedad, chillaban con agonía. Los más pequeños no sobrevivieron ni la primera jornada. Se apagaron sus lamentos, tostados por un sol que no sabe corregir su rumbo. No importa que lo vean de cabeza, no importa el mega asteroide vaya en camino, el sol es incorregible e incorruptible.
Las pocas ganas de vida que le quedaban se las regaló a los pajaritos. Hizo una prueba con el amanecer anterior y salió de maravilla. En éste, el último salto, los nervios lo llevaron a brincar un instante antes. Voló más de lo debido y aterrizó molido por el fúrico jalón que la doble atracción ejecutaba con la ayuda de la altura. Perdió el conocimiento un rato. Luego, consciente, anclado a un planeta que al atardecer lo despreciaría, se fue arrastrando hacia las aves.
Como en el mar, la sustancia no mata sino el cansancio. Entonces, actos tan sencillos como girar la cabeza se vuelven aguerridas misiones que fulminan la voluntad. Para él, un sobreviviente en su propio novenario, la fatiga no era digna de su atención. A dónde él apuntaba, su energía, sus ganas, no eran de uso; al contrario, planearía por el cosmos librado por completo hasta perder el conocimiento.
Después de ocho horas, alcanzó a los gorriones. Se veían desnutridos, pero aún respiraban. Jaló el pesado bote a un lado y separó la rejilla que obstaculizaba su salida. El metal prensó su mano. El sol empezó su descenso y la opresión en el pecho disminuyó. Seguía sin oírlos. Quizás habrían muerto. Quizás tendría que haber saltado un día antes. ¿Cómo sería el mundo ahora? ¿Los días serían a partir de esto, la culminación de jornadas arrancadas de noche? ¿Sabría alguien, pronto o en muchos años por ocurrir, que él había vivido ahí, en la Tierra de antes?
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Las nubes, más bajas ahora, fueron cerrando el paso a la luz. Las gotas de lluvia baleaban el pavimento. Luego cada vez menos, se sentía el rigor con el que caían. El fin se acercaba y él, dudoso de su último acto, exprimió sus perdones con un par de lágrimas que brotaban de las ámpulas que el sol había impuesto. Sin embargo, los pudo ver salir. Su salvación, de éste mundo y de los que le seguían, se iba volando al mismo tiempo que la lluvia que antes pegaba en el piso empezaba a volar de vuelta al cielo.
Ese medio segundo en el que aún era de aquí pero ya iba hacia allá respiró tranquilo. Los gorriones tendrían la noche para encontrar algo de comer. Y él partía a la misma oscuridad, pero con un peso diferente.

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