viernes, 6 de noviembre de 2015

Tuerca devuelta


En el cuarto principal de aquella casa, en vez de cuadros había tapetes y candelabros. No es que no hubiera marcos con fotografías y coloridas pinturas impresionistas, pero todos yacían incrustados a ras de piso. La oscura duela de madera enmarcaba las cuadriformes piezas y una invisible capa de cristal permitía caminar sobre los cuadros sin lastimar el contenido. El techo tenía un domo, sin embargo, este no era el convencional tragaluz, profundo, imposible de abrir; más bien eran ventanas en el techo que resonaban con la lluvia pero que en días soleados se abrían para sentirse fuera de las cuatro paredes.
Es curioso pensar que la traducción más aceptada de la ilustre novela de Henry James The Turn of the Screw, sea Otra vuelta de tuerca. En el título sajón jamás se establece que la vuelta venga a ser OTRA, tan sólo ES una vuelta de tuerca a la que se alude. No obstante, el título castellano hace sentido, tiene mucho juego en el sonido de sus palabras y en el significado de las mismas; y por último, es fácil de retener. La duda pasa a un segundo término pero no por ello muere: ¿cuál fue esa primera vuelta y qué pasó en ella?
Todas las tardes, dentro de aquel cuarto, sospechaba yo si ese espacio era el único remanente en este mundo de esa primera vuelta. ¿Qué si habíamos aprendido, a la mala o a la fuerza, a usar los tapetes para pisotearlos y no admirarlos? O tal vez, esa molesta sombra que esquivamos al escribir con cierta distancia ante el papel, probaba que las lámparas debían de ir pegadas a la pared y no al techo. ¡¿Para qué llamarle techo a la pared cuando la pared es el piso realmente?!
Ahí pase, en casi diecisiete años, más de mil tardes que se hicieron noches, a veces mañanas. [Siempre con dudas excepcionales, mismas que le ebullen en los sesos a un hombre común cuando siente una ráfaga de majestuosidad ante él]. Para otros invitados el lugar era más una broma, un terreno fértil para que ya bebidos, la mirada se tambaleara dentro del ojo y se desanudaran las risas.
Estoy seguro que la mayoría jamás puso atención en la pared del fondo. Era de color opaco y textura lisa, adornada por un sólo cuadro. Sus colores y formas permitían imaginar que la imagen cumplía con el orden del resto del cuarto, pero también podía uno creer que esa pared era el pellizco de espiral que se había afincado en el plano que conocemos, la fastidiosa horizontalidad de absolutamente todo. Con talante compulsivo intenté checar muchas veces de dónde colgaba tal obra. Quizá el clavo pudo haber sacado la duda de mí. Pero fue imposible. Pendía de la pared con tal perfección que era imposible corroborar mi teoría. La gravedad, dicen los simplistas cuando ellos son la pesadez del asunto. En todo el espacio sobraban ejemplos de desafíos a esta fuerza terrestre. Los candelabros, almidonados con algún asombroso material, colgaban de la pared hacia el plano opuesto con la misma naturaleza con lo que lo hacen en cualquier comedor europeo. Para el cuadro misterioso eran las mismas reglas.
En una de esas mil tardes que llegué a tiempo nos conocimos. Y cómo cualquier hombre común ante una ráfaga de majestuosidad me sentí bendito. La dicha, creo yo, merece llegar en el tercer capítulo de nuestras vidas. La dicha es la base de la satisfacción, que en fines de semana se endereza en alegría pero que también exige, el resto de los días, reposo. ¿Y cómo no reposar con dicha cuando no está satisfecho? Es así que la ignorancia gana terreno en la mente: la dichosa ignorancia de quien se sabe querido y no tiene deudas con el mundo es el mérito de una vida sufrida duda tras duda.
Por eso, ahora que sé más cosas porque me pregunto menos y soy un sonriente profano, es importante que me acuerde de aquel cuarto. Ahí estaba lo de siempre, pero te sentías como nunca; en aquel cuarto de retratos en el piso y una pared que era un portal a otro mundo, antes de que a éste le hicieran otra vuelta de tuerca.

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