jueves, 29 de marzo de 2018

Corroe lo que toca y por eso mira (DEYT)


Afuera hacía frío. Volteó hacia la chimenea. El rosa le regresó a la cara. En la habitación aledaña estaban doce de ellos, sus amigos. Golpeteando con las uñas contra la madera del marco de la ventana, inventó un ritmo. Sabía que el final había llegado, pero ellos no. Salió del baño XXXXX, aún se secaba la cara así que no lo vio de inmediato. Luego, en una fracción de segundo, seguramente concluyó que si estaba solo era por algo así que le hizo una mueca sonriente y se metió a la sala.
El tocadiscos hizo su triunfal entrada con ese particular arranque de aguja contra acetato, sin nota alguna que lo delate. Sonó primero el material contra material y luego empezó una canción. Él giró para ver de nuevo hacia el frío.
Todos estaban agradecidos de haber llegado a la cabaña antes de la tormenta. Todos se querían infinitamente y los que no, estaban dispuestos a hacerlo pasada la torpeza de las presentaciones. Él era el hilo que sutilmente los vinculaba como una entidad. Ideó que el era las chuecas aristas del trazo infantil de una casa y ellos eran los colores. Alzó la vista para no verse las manos, para sentir que era blanco y negro.
Sus uñas seguían dando ritmo a su microscópica huida de la sala vecina. Regresó a su cavilación, a incurrir en saberse igual que los demás. Su monólogo le dijo que seguramente todos, a la menor provocación, tomarían la oportunidad de ayudar a los miles de desamparados que las ráfagas de nieve habían emparejado en trágicas historias. Su error era quizás precisamente ése: se responsabilizaba de no generar dichas oportunidades él mismo. De todas formas, evitaba siempre los empalagos discursos sentimentales sobre la tempestad que “inconscientemente” habían ayudado a crear o los casos hipotéticos de heroísmo legendario.
Un inocente chillido de XXX festejando la llegada del coro de la canción lo interrumpió. No quería ser como ellos pero deseaba intensamente que lo extrañaran cuando no estuviera. Soltó el compás de sus dedos para llevarse un pellejo del pulgar la boca. Lo arrancó con los dientes y más que escupirlo, lo sopló hacia su liberación espacial. Luego con el índice pasó con fuerza su yema sobre la intrascendente herida. Tal vez eso haría en ese preciso instante. Saldría por la puerta y dejaría que el vendaval lo arrasara. Adentro, en la sala, quedaría una herida imperceptible y sólo muy pocas veces, de noche o viendo por la ventana de un tren, alguno recordaría lo sucedido por unos segundos antes de distraerse con su bebida o de quedarse dormido.
*
No debería hacerlo. Sería estúpido. No hay necesidad. La intriga por lo que no se debe se bebe hasta atragantarse en cuanto se sale del radar paternal y luego se vomita, se exorciza al punto de ser uno candidato a operar el radar. Así les pasa a todos. El es como todos, pero no entiende porque no es igual. Sobó su estómago, ahí adentro existía una braza blanquecina que irradiaba naranja cada que el sentía el impulso por ser así: no igual.
Puso ambas manos sobre la ventana. Era una posición pueril pero a la vez era un último testimonio de a dónde lo había llevado su hambre. Muchos años catalogó la sensación como morbo. Hoy ya sabía que eran ganas por corregir. Mismas que cuando no eran atendidas, se transformaban en la imperiosa seguridad de saber que podía haberlo hecho y de haberlo hecho lo hubiera hecho BIEN. De ahí nunca tardaban en brotar las dudas y frustraciones sobre el no haber saciado aquel empujón gutural. Después venía la tristeza como manto frío ante la inmolación y el eterno regreso de la conclusión: así somos todos.
Veía los copos caer, tanto en la ventana como en los árboles a cientos y miles de metros de distancia. Campo abierto. Campoa-bierto. Cam-po-a-bi-er-to. Las pausas hacían que sonara más o menos apetitoso lo que para otros era agreste en abundantes maneras. Recordó a Bécquer y lo que decía. El mismo recuerdo del español podría morir con él esa misma noche y a nadie le importaría un rábano el baúl de recuerdos que naufragaría en ese mar en el que todos se ahogan a destiempo. Quiso saber qué idea suya, una trabajada a su máximo potencial, bien tallada, currada… cual de todas sería la mayor pérdida. Hay ideas que siempre se están por publicar y se hunden en el frío silencio –primero elegido y después sentenciado-. Son capas de tegumento que forman individuos y con las cuales se moldean ellos mismos.
Luego, los externos, ajenos a tales delicadezas sólo desean tener una de tantas fibras del ausente a la mano. Lo demás, esas millones de páginas labradas, se marchitan hasta la pulverización en cuevas craneales, durante y después de la vida.
Hasta el mismo punto formado con y para Bécquer era justo eso: críptico para todos menos para él. Una pista de su terreno recorrido cuando a nadie le había importado un comino ese terreno. Con el cursor mental corrigió esa última idea, no era la indiferencia de los demás lo que lo dejaba en la penumbra. Era su fobia al protagonismo que los hombres y mujeres huecos reclaman. Por supuesto que anhelaba la atención, pero contradictoriamente, él sólo atendía a los que le preguntaban por respuestas que él jamás quiso compartir de a gratis.
Del otro lado ya todos bailaban, una canción veraniega quien iba a pensarlo. La claridad con la que se desenvolvían le era un gran misterio. No sabía si achacárselo a una confusión personificada en estática tan saturada que se tornaba cálida y envolvente o si genuinamente tenían la iluminación que él siempre había querido alcanzar. Había un balance entre confundidos e iluminados donde nadie sabía cual era cual.
De cualquier forma, sabría que, de sobrevivir, ahí estarían después. Se manejaban con cautela y esa promesa que les hicieron ofrendar (por siempre pescar en el futuro un presente aún mejor) era un sistema de protección casi infalible. Vivían y - en un día tan lejano que aún no se asomaba en el horizonte- morirían protegidos.
Dio un paso hacia atrás y los vio de reojo. No supieron los espiaba y los quería al mismo tiempo. Reían, chocaban caderas, aplaudían, comían botanas y daban tragos grandes a la cerveza. Juntos eran un pedazo considerable de materia sagrada y él no era más que un aguafiestas.
Más que pretender ir con los que ya no vivían ahí adentro o desear salir a buscar a otros que no podían más que imaginar cómo era una fiesta, simplemente lo hizo.
Pensó que la gente que vive mucho, no vive mucho.
Era una idea que tal vez no viviría más allá de él. Entonces cerró la puerta.

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