miércoles, 28 de marzo de 2018

Ver a los muertos y la nube sostén que es haberlos probado. Somos las reliquias de los que ya se fueron.


En el rocalloso gris de tu tomografía se alcanzan a oír roedores. Nadie te lo quiere decir. Prefieren escucharte manejar una aeronave averiada. Esa última idea que crees poder retener los últimos instantes será de las primeras en esfumarse a la hora del accidente. Esa escultura bronceada que llevas horneando tantas décadas será tuya y de nadie más. Tus testigos son tus muertos. Te entienden hasta la desintegración. Chillan las mínusculas ratas ciegas. Son estrellas más fugaces que la medición del tiempo. Las oyes a raíz de un hueco teórico por el cual su partida parece no afectarlas. Es un húmedo cementerio, composta que has pedido prestada a meteoritos que tampoco aprendieron a volar. Llegas a una fecha de caducidad impresa en el lomo de un borrico que se niega a avanzar. Su voluntad es la que el látigo dirige. Detrás del mango hay alguien tan aterrado que se ha hecho de concreto. Un rostro más que nadie ha visto. Una violación que sin denuncia, ya no es violación. Aquí adentro no hay necesidad de leyes, sólo la añoranza de viejos soldados por las mismas. De una canción pantanal van saliendo bichitos que aletean y brillan. No tienen nombre pero merecen ser vistos. Son mensajeros de una deidad que apenas sabe guiñar un ojo. El brillo, los guiños y cada golpe con el que se ha hecho sonar una superficie sólida son el ritmo. Corre la prisa, el único censor. Indigestos por los estroboscópicos cortes de tiempo, ahora somos viejos más rápido. Pienso en muchas tardes que aún no recuerdo; demasiado apresurado, demasiado borracho, demasiado no->yo todo el tiempo. Hace falta piel, sobran los ceros. Nos codificamos en murallas translúcidas que resultan incomibles; de ahí el canibalismo. En este tufo que precede el final, importa menos cada día ahora que somos más tierra. Más y más a cada momento, nos hacemos pastosos. Nos mascan ballenas del tamaño de galaxias, por eso no las vemos. Cierro los ojos para siempre y luego, lentamente, los vuelvo a abrir. Aquí estas, aún leyéndome y muriendo al ritmo de los virus, invitados ineptos. No sabes si son ellos, o tú, los sordos al color, los dormidos en la telaraña de la estática. Los secretos parpadean. Están dispuestos a sumergirse pero el orden no deja serlo. La insana cordura ha de tener todo etiquetado, posicionado, rastreado en estorbosos anaqueles. Así lo dictaminó la crianza de occidente.
Yo, el ingrato que del suelo fui levantado y construido para nunca caer del todo aprendo sin memoria que me guíe. Los cohetes apuntan al cielo y queman el suelo. No van a volver. No quieren hacerlo. Cuando los veas de regreso, exhalarán de vuelta en el viento, despedazados. Serán memorabilia a la venta de su propia aventura. Cuántas piedras, de cuantos muros, murales y murallas, todas coleccionadas por los que no las construyeron, no las derribaron y vivieron en la sana distancia de los libros y los videos.

Te gusta lo que no te gusta.
Y lo sabes pero no te sabes.

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