martes, 28 de junio de 2016

vancha


Salió de Lima en dirección a Buenos Aires. El medio de transporte daba igual, había tiempo. En la maleta había una pasta de dientes nueva, un par de cepillos, ropa y, dispersos, los elementos básicos para armar una bomba incendiaria. Por sí mismos, ningún artículo era ilegal; no había razón para sentirse preocupado. La botella era de pisco, qué ironía.
El defender a la patria hacía años que se había convertido en algo obsoleto. Los pasaportes eran ya todos iguales. Las banderas ya sólo se veían en libros y viejos álbumes de fútbol. El mundo se había vuelto un lugar más jodido para vivir. Las fronteras habían perdido sentido. Bajaron los polos, subió la mierda y se democratizó la higiene, o más bien la falta de.
En el antebrazo izquierdo llevaba un minúsculo tatuaje. Era una tijerilla con detalles en un intenso amarillo. De la muñeca colgaba una desgastada pulsera de cobre. La mano firme, empuñando el maletín.
Nadie, absolutamente nadie, tenía idea de sus intenciones. Llevaba apenas unas horas con la idea en la cabeza. Hasta el día de ayer jamás había pensado en convertirse en un mártir o un terrorista o cómo sea que los medios fueran a catalogarlo póstumamente. No estaba loco tampoco, o al menos la gente no tenía esa impresión de el. No había sido un sueño el que lo había empujado a perseguir tal objetivo, pero sí esa primera idea del día, que viene impregnada con el hormigueo de irse 'secando' de la húmeda modorra que a todos atrapa noche tras noche.
Quizás eso era lo más interesante para todo aquel que no se viera afectado por sus actos. El pensar en los motivos de un hombre común. A él probablemente también era lo que más le atraía de llevarlo a cabo, el despertar esa palpitación en toda persona que se sintiera ajena a tal barbarie. Sin razón explícita, sin desorden mental, sin heridas graves de la infancia o sin proyecto de vida fallido; ahora todos podrían, si querrían -o también si debieran-, ser eso: un enemigo.
La emoción de pensarlo así le pareció increíblemente cómoda. Recordó pequeños episodios donde alguien sin cara y sin nombre detrás de un mostrador o una pantalla había sido su enemigo. De igual forma, sin grandes argumentos, ahora ese látigo invisible que entre esclavos se prestaban, yacía en esa misma mano que cargaba el maletín.
La palabra venganza es producto del hacer sustantivo un verbo que igual significa señalar con fuerza como hacer justicia. El estallido señalaría con fuerza el hacer justicia, pero no era una venganza. La palabra es retroactiva y engarrotada, genera un sustantivo -una idea- en algo que tenía que haberse mantenido como un verbo -una acción-. No había desquite, ni revancha; al contrario, era un regalo donde había nada en el pasado. No era un desafío tampoco, se culminaba en sí mismo el atentado. Era un microscópico e insignificante nudo en una liga: finito y eterno a la vez.
El peligro estancado es un paisaje misterioso y atractivo.
Cruzaría pronto por Bolivia. Que sin saber nada sería capaz de apreciar lo que en su tierra todavía era un acto imposible.

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