sábado, 4 de junio de 2016

lo nuevo es una sensación


Cuando era niño, me tocaba esperar a que mi papá cerrara la tienda todos los sábados. Por alguna razón mis hermanos estaban exentos de esta nada gratificante "tarea". Realmente no tenía que hacer nada más que aguantar. A veces, mi papá notaba mi aburrimiento y me daba un par de monedas para comprar un frutsi o un sobre de estampitas. La mayoría de las veces éste no era el caso y yo nada más rayaba con mi uña el mostrador por casi dos horas. Luego nos subíamos al Lebaron y nos marchábamos a casa de mi abuela donde yo tenía que llegar a ponerme al corriente con el juego que mis hermanos y primos habían arrancado con gusto desde temprano.
Un sábado, mi papá me pidió que le cuidara un par de billetes. Llamó mi atención uno de-los-nuevos. Estaba tan impecable que hasta pensé que debía de costar más dinero de lo que decía en las esquinas. Lo aprecié por un buen rato. Luego, sin darme cuenta, le fui faltando el respeto. Para comprobar que sí podía tener aunque sea una arruga doblé una esquina. Después, ya imperfecto, todo era posible. Hice un avión de papel. Intenté convertirlo en una servatana. Lo doblé en mitades queriendo hacerlo diminuto. Entonces, Nacho, un asistente de mi papá dejó el plumón negro en el mostrador. Primero pinté un punto en cada esquina. Le soplé un par de minutos, sacudiéndolo cuando me faltaba el aire para que no hubiera forma que la tinta no secara. Me atreví a pasarle un dedo encima. Los puntos negros se mantenían firmes. Emocionado imaginé en qué podría dibujarle a ese casi-nuevo billete. No recuerdo la razón, pero dibujé una tortuga. Justo cuando estaba terminando el caparazón mi papá me arrebató el dinero. Su cara era una mezcla de sorpresa y rabia. Yo aguardé unos segundos, pensando en que el asombro de mi padre saldría triunfante. Estaba equivocado. Enojado, me cargo de un brazo y me paso del otro lado del banco. Me preguntó varias veces el porqué de mi acto. No supe qué decir, aunque ahora sé que tendría que haberle dejado bien claro que todo eso era producto del aburrimiento al que me sometía cada fin de semana.
Ese día llegamos tarde a casa de mi abuela. Mi papá me llevó de tienda en tienda hasta que alguien me recibiera el billete y yo le devolviera el cambio limpio, sin tortugas. Pasamos a un par de tintorerías, una ferretería, una recauderia, cinco abarroterías y a la estética de la esquina. No fue hasta que en una gasolinera, un despachador gordito se río de mi obra y me lo cambió por uno nuevo (no tan nuevo como había empezado el otro).
Pasaron un par de décadas. Mi papá murió. La tienda que nos había llevado tanto tiempo decorar y hacer nuestra se convirtió en una tienda genérica, de luces blancas y pasillos uniformes. Los aparatos conquistaron todo. Y yo, un adulto cualquiera, un sábado comprando un encendedor con uno de cien recibí de cambio un viejísimo billete. Ojeándolo mientras avanzaba por la banqueta y me prendía un cigarro pensaba que cómo es que hubiera dinero tan vetusto en circulación todavía. Se ponía en evidencia, una vez más, nuestro rezago como país. Al voltear el papel me quedé helado. Deslavada, marchita pero afianzada a su lugar, estaba la tortuga. Me cagué de risa de mi mismo. Guardé el billete en mi camisa y la cartera en las nalgas. En la tarde me junté con un par de amigos a echar la ficha y les conté lo sucedido. La verdad es que tampoco fue muy relevante para ellos. Era 'de esas historias que tenías que haber estado'. Y sólo yo había estado, conmigo y con ese billete, en todos estos años que cada quien hizo lo que quiso hasta que nos volvimos a cruzar. Cuando iba al baño lo sacaba de la camisa y lo miraba. Si tan sólo pudiéramos hablar el mismo idioma, le decía ya algo borracho a ese cutre pedazo de plata.
Ya muy noche, pagué la cuenta y salí a la calle. Consideré pedir un taxi pero ya sólo me quedaba la tortuga. Vivía yo a ocho cuadras por lo que decidí irme a pie.
Venía pensando en alguna bobada, de esas que a cada uno nos hacen sentir específicos y que no somos nada más una nata humana con ojos, brazos y huevos. Me cortó el paso un escuincle de diecisiete años y su novia. Ni tiempo tuve de explicarle que no me estaba robando dinero sino el recuerdo.
Fue esa grieta que concluye una relación o una idea. Harto de esa pinche ciudad me vine a la playa.
Ahora veo menos dinero y más tortugas.

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