jueves, 30 de septiembre de 2010

S. Ti


Desde la mañana en que ya no estabas siempre recé porque todo fuera un sueño. Abrir los ojos se convirtió en algo agobiante. La realidad perdió su peso. La miseria que traía cada jornada sólo podía ser esquivada en los sueños.

No me importaba que el calendario siguiera avanzando, para mí todo era una gran pesadilla que algún día habría de acabar. Tarde o temprano amanecería y estarías ahí otra vez. Renunciando a todo lo que había conseguido en esos días, ni siquiera considerando otra opción a mi felicidad.

Y un día pasó. No fue en abriendo los ojos sino cerrándolos. Te ví. Nos habíamos extrañado tanto. Lo único que existía en ese momento entre nosotros era la pureza que habíamos creado. Los dos sabíamos que nada fue igual desde que nos conocimos. Y que todo cambió aquella madrugada. Pero lo más trágico era que esta iba a ser otra ocasión de querernos sin llegar a tocarnos. Nos entregamos por instantes a lo sagrado de volvernos a ver. Con la mirada, nos confesamos y perdonamos el uno al otro. Todo era ideal. Era único. Puro. Y tan efímero.

Después de eso cada uno se escondió tras su muro. El mismo perdón que compartimos ahora lo ofrecíamos como tributo al otro y a nosotros mismos. Después de todo este tiempo para mí no había otra opción. Probé la vida sin tí y no tiene sentido de esa manera. Te tenía que matar aquí y ahora para que tu volvieras con todos los que tanto te extrañamos. Yo me quedaría atrapado en este silencioso cuarto de espejos rotos.

La vida y la muerte caminan espalda con espalda, y cuando una se esconde la otra te saluda. Yo escogí mi muerte sobre tu vida. No por suicida ni por mediocre, sino porque sé lo que vale la vida en tus manos. Y detrás del muro lloré. Por morir. Por matarte. Por no poder tener la dicha de vivir juntos ni la suerte de morir al mismo tiempo.

Me tallé los ojos, respiré profundo y giré rápidamente mientras apuntaba. Y jalé el gatillo.

Tuvimos otra fracción de segundo donde nos volvimos a tratar de entender. Pero somos demasiado parecidos. Tenemos las mismas respuestas a las mismas preguntas. Escuché al fondo unas campanas, nunca supe si era tu realidad o la mía exigiendo nuestra presencia. No había rastro de dolor en mí. Por lo que a mi manera y sin palabras me despedí de nuevo. Ahora por última vez. Y te desée suerte. Suerte y sol para los nuevos días.

Me marée por un segundo y luego me di cuenta que no tenías herida alguna en tu cuerpo. Estaba tan distraído despidiéndote que no me dí cuenta que tu hacías lo mismo. Y al final los dos teníamos motivo para hacerlo.

Pero yo no me morí ése día.

Ese día tú me mataste a mí.

Y las mañanas cambiaron para siempre.

No hay comentarios: