jueves, 29 de marzo de 2018

Corroe lo que toca y por eso mira (DEYT)


Afuera hacía frío. Volteó hacia la chimenea. El rosa le regresó a la cara. En la habitación aledaña estaban doce de ellos, sus amigos. Golpeteando con las uñas contra la madera del marco de la ventana, inventó un ritmo. Sabía que el final había llegado, pero ellos no. Salió del baño XXXXX, aún se secaba la cara así que no lo vio de inmediato. Luego, en una fracción de segundo, seguramente concluyó que si estaba solo era por algo así que le hizo una mueca sonriente y se metió a la sala.
El tocadiscos hizo su triunfal entrada con ese particular arranque de aguja contra acetato, sin nota alguna que lo delate. Sonó primero el material contra material y luego empezó una canción. Él giró para ver de nuevo hacia el frío.
Todos estaban agradecidos de haber llegado a la cabaña antes de la tormenta. Todos se querían infinitamente y los que no, estaban dispuestos a hacerlo pasada la torpeza de las presentaciones. Él era el hilo que sutilmente los vinculaba como una entidad. Ideó que el era las chuecas aristas del trazo infantil de una casa y ellos eran los colores. Alzó la vista para no verse las manos, para sentir que era blanco y negro.
Sus uñas seguían dando ritmo a su microscópica huida de la sala vecina. Regresó a su cavilación, a incurrir en saberse igual que los demás. Su monólogo le dijo que seguramente todos, a la menor provocación, tomarían la oportunidad de ayudar a los miles de desamparados que las ráfagas de nieve habían emparejado en trágicas historias. Su error era quizás precisamente ése: se responsabilizaba de no generar dichas oportunidades él mismo. De todas formas, evitaba siempre los empalagos discursos sentimentales sobre la tempestad que “inconscientemente” habían ayudado a crear o los casos hipotéticos de heroísmo legendario.
Un inocente chillido de XXX festejando la llegada del coro de la canción lo interrumpió. No quería ser como ellos pero deseaba intensamente que lo extrañaran cuando no estuviera. Soltó el compás de sus dedos para llevarse un pellejo del pulgar la boca. Lo arrancó con los dientes y más que escupirlo, lo sopló hacia su liberación espacial. Luego con el índice pasó con fuerza su yema sobre la intrascendente herida. Tal vez eso haría en ese preciso instante. Saldría por la puerta y dejaría que el vendaval lo arrasara. Adentro, en la sala, quedaría una herida imperceptible y sólo muy pocas veces, de noche o viendo por la ventana de un tren, alguno recordaría lo sucedido por unos segundos antes de distraerse con su bebida o de quedarse dormido.
*
No debería hacerlo. Sería estúpido. No hay necesidad. La intriga por lo que no se debe se bebe hasta atragantarse en cuanto se sale del radar paternal y luego se vomita, se exorciza al punto de ser uno candidato a operar el radar. Así les pasa a todos. El es como todos, pero no entiende porque no es igual. Sobó su estómago, ahí adentro existía una braza blanquecina que irradiaba naranja cada que el sentía el impulso por ser así: no igual.
Puso ambas manos sobre la ventana. Era una posición pueril pero a la vez era un último testimonio de a dónde lo había llevado su hambre. Muchos años catalogó la sensación como morbo. Hoy ya sabía que eran ganas por corregir. Mismas que cuando no eran atendidas, se transformaban en la imperiosa seguridad de saber que podía haberlo hecho y de haberlo hecho lo hubiera hecho BIEN. De ahí nunca tardaban en brotar las dudas y frustraciones sobre el no haber saciado aquel empujón gutural. Después venía la tristeza como manto frío ante la inmolación y el eterno regreso de la conclusión: así somos todos.
Veía los copos caer, tanto en la ventana como en los árboles a cientos y miles de metros de distancia. Campo abierto. Campoa-bierto. Cam-po-a-bi-er-to. Las pausas hacían que sonara más o menos apetitoso lo que para otros era agreste en abundantes maneras. Recordó a Bécquer y lo que decía. El mismo recuerdo del español podría morir con él esa misma noche y a nadie le importaría un rábano el baúl de recuerdos que naufragaría en ese mar en el que todos se ahogan a destiempo. Quiso saber qué idea suya, una trabajada a su máximo potencial, bien tallada, currada… cual de todas sería la mayor pérdida. Hay ideas que siempre se están por publicar y se hunden en el frío silencio –primero elegido y después sentenciado-. Son capas de tegumento que forman individuos y con las cuales se moldean ellos mismos.
Luego, los externos, ajenos a tales delicadezas sólo desean tener una de tantas fibras del ausente a la mano. Lo demás, esas millones de páginas labradas, se marchitan hasta la pulverización en cuevas craneales, durante y después de la vida.
Hasta el mismo punto formado con y para Bécquer era justo eso: críptico para todos menos para él. Una pista de su terreno recorrido cuando a nadie le había importado un comino ese terreno. Con el cursor mental corrigió esa última idea, no era la indiferencia de los demás lo que lo dejaba en la penumbra. Era su fobia al protagonismo que los hombres y mujeres huecos reclaman. Por supuesto que anhelaba la atención, pero contradictoriamente, él sólo atendía a los que le preguntaban por respuestas que él jamás quiso compartir de a gratis.
Del otro lado ya todos bailaban, una canción veraniega quien iba a pensarlo. La claridad con la que se desenvolvían le era un gran misterio. No sabía si achacárselo a una confusión personificada en estática tan saturada que se tornaba cálida y envolvente o si genuinamente tenían la iluminación que él siempre había querido alcanzar. Había un balance entre confundidos e iluminados donde nadie sabía cual era cual.
De cualquier forma, sabría que, de sobrevivir, ahí estarían después. Se manejaban con cautela y esa promesa que les hicieron ofrendar (por siempre pescar en el futuro un presente aún mejor) era un sistema de protección casi infalible. Vivían y - en un día tan lejano que aún no se asomaba en el horizonte- morirían protegidos.
Dio un paso hacia atrás y los vio de reojo. No supieron los espiaba y los quería al mismo tiempo. Reían, chocaban caderas, aplaudían, comían botanas y daban tragos grandes a la cerveza. Juntos eran un pedazo considerable de materia sagrada y él no era más que un aguafiestas.
Más que pretender ir con los que ya no vivían ahí adentro o desear salir a buscar a otros que no podían más que imaginar cómo era una fiesta, simplemente lo hizo.
Pensó que la gente que vive mucho, no vive mucho.
Era una idea que tal vez no viviría más allá de él. Entonces cerró la puerta.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Ver a los muertos y la nube sostén que es haberlos probado. Somos las reliquias de los que ya se fueron.


En el rocalloso gris de tu tomografía se alcanzan a oír roedores. Nadie te lo quiere decir. Prefieren escucharte manejar una aeronave averiada. Esa última idea que crees poder retener los últimos instantes será de las primeras en esfumarse a la hora del accidente. Esa escultura bronceada que llevas horneando tantas décadas será tuya y de nadie más. Tus testigos son tus muertos. Te entienden hasta la desintegración. Chillan las mínusculas ratas ciegas. Son estrellas más fugaces que la medición del tiempo. Las oyes a raíz de un hueco teórico por el cual su partida parece no afectarlas. Es un húmedo cementerio, composta que has pedido prestada a meteoritos que tampoco aprendieron a volar. Llegas a una fecha de caducidad impresa en el lomo de un borrico que se niega a avanzar. Su voluntad es la que el látigo dirige. Detrás del mango hay alguien tan aterrado que se ha hecho de concreto. Un rostro más que nadie ha visto. Una violación que sin denuncia, ya no es violación. Aquí adentro no hay necesidad de leyes, sólo la añoranza de viejos soldados por las mismas. De una canción pantanal van saliendo bichitos que aletean y brillan. No tienen nombre pero merecen ser vistos. Son mensajeros de una deidad que apenas sabe guiñar un ojo. El brillo, los guiños y cada golpe con el que se ha hecho sonar una superficie sólida son el ritmo. Corre la prisa, el único censor. Indigestos por los estroboscópicos cortes de tiempo, ahora somos viejos más rápido. Pienso en muchas tardes que aún no recuerdo; demasiado apresurado, demasiado borracho, demasiado no->yo todo el tiempo. Hace falta piel, sobran los ceros. Nos codificamos en murallas translúcidas que resultan incomibles; de ahí el canibalismo. En este tufo que precede el final, importa menos cada día ahora que somos más tierra. Más y más a cada momento, nos hacemos pastosos. Nos mascan ballenas del tamaño de galaxias, por eso no las vemos. Cierro los ojos para siempre y luego, lentamente, los vuelvo a abrir. Aquí estas, aún leyéndome y muriendo al ritmo de los virus, invitados ineptos. No sabes si son ellos, o tú, los sordos al color, los dormidos en la telaraña de la estática. Los secretos parpadean. Están dispuestos a sumergirse pero el orden no deja serlo. La insana cordura ha de tener todo etiquetado, posicionado, rastreado en estorbosos anaqueles. Así lo dictaminó la crianza de occidente.
Yo, el ingrato que del suelo fui levantado y construido para nunca caer del todo aprendo sin memoria que me guíe. Los cohetes apuntan al cielo y queman el suelo. No van a volver. No quieren hacerlo. Cuando los veas de regreso, exhalarán de vuelta en el viento, despedazados. Serán memorabilia a la venta de su propia aventura. Cuántas piedras, de cuantos muros, murales y murallas, todas coleccionadas por los que no las construyeron, no las derribaron y vivieron en la sana distancia de los libros y los videos.

Te gusta lo que no te gusta.
Y lo sabes pero no te sabes.

martes, 20 de marzo de 2018

Al final del final


Cuando queda poco tiempo, la imaginación sale a pescar. Ahora somos muchos los aferrados al tono que marca el anzuelo. Imaginemos todos pues, que esto es sólo un cuento. No son hechos, sino palabras trenzadas las que hacen creernos que las sombras se desbordaron. Por supuesto que no hay, nunca hubo, un infierno. Es sólo un depósito de láminas de penas y desengaños que, a raíz de la historia que hemos venido construyendo en milenios, ahora se ve rebasado en su capacidad. No existen pues, las cárceles tercer e inframundistas; aquello es pedacería de pesadillas de irresponsables que las dejan crecer en el fuego de la caverna de Platón. Hay moscas, sí. Son espías pro bono de dioses tan reales como ocupados. Ellas viajan entre la realidad y la fantasía, haciendo surcos a través de los cuales los menos cansados se despiertan y las maldicen. Los exhaustos, con el lomo descapotable para dejar ver la maquinaría -bujías, pistones y todo- yacen inmóviles. En posición fetal para ligar el cuerpo que su espalda dentada se empeña en desbaratar. Ellos no saben nada de este ejercicio, 'cuentos chinos' les dicen. Curioso que sean justo los chinos los mismos que en sus fábulas no dejan aparecer a los hombres-secreto. Esos a los que no se les cuelga ni la empatía. Su incurable maldición no se relata en las emocionales canciones que revolucionan a los miedosos, a los amantes de la comodidad y a los torpes. Por eso no son. Su mirada es críptica y no hay manera de quererles a pesar de su histórica explotación. Ellos sí que no son ni de aquí, de la hipótesis, ni de allá, la exageradamente concreta materialidad. Yo igual sospecho que ellos, y todos los que viven en algún cerro lo suficientemente alto como para leer las noticias directo del sol, saben desde hace tiempo lo agotados que estamos en ese preciso recurso. Son entes ficticios con mentes informadas que no parlan el lenguaje de la apurada verdad. Entonces, viven en mapas antiguos que jamás fueron digitalizados y son enterrados por hermanos tan translúcidos como ellos. Se les seca la piel más rápido que esta misma hoja jamás impresa y se regalan al viento. Si esto no fueran sólo palabras y pudiéramos ser notas, a eso sonaríamos: a una escama surcando la terracería de un contaminado y lentísimo huracán. Es que ya no hay espacio. No se puede uno tomar nada personal en un universo que de tan pesado empieza a hundirse en sí mismo. Fuimos muchos y seremos nada. Hoy deseamos ser todos los huérfanos y no sólo los niños de cada guerra, a los que hasta esa excepcional desdicha se les arrebata. Queda poco tiempo y la cabeza sabe que es imposible que las lágrimas caigan del techo, que los ciegos ahora miren por dinero, que las tripas se acolmillen para devorar a los herederos; pero sobre todo, reconoce -sin querer ni queriendo- que esto es sólo un cuento.



viernes, 16 de marzo de 2018

Un número 2 en la oscuridad


¿Qué es más importante?
¿El Fuego o el tiempo?
Porque tu mano puede entrar al fuego,
¿pero por cuánto tiempo?

miércoles, 14 de marzo de 2018

Un caballo de fuego que no sabe nadar


Bajó el bordado de un petirrojo siendo apuntado por un láser. Era imposible atinar con la aguja con sus hombros subiendo y bajando, producto de la risa muda que iba impregnando sus entrañas. Siempre había regaládose ácidas bromas que olvidaba antes de tener la oportunidad de compartir. En esta ocasión el chiste le había hecho reír tanto como la había asustado. Pensó en qué ser humano con capacidad de hablar y un par de décadas al lomo no había hecho ya alguna broma del fin del mundo. El cuadro de síntomas del desenlace de este capítulo en la historia humana terrestre era visible desde el espacio. No tenía uno que haber vivido antes para saber que eran condiciones anómalas las que gobernaban el planeta. Sin embargo, había más chascarrillos al respecto que intentos por cambiar nuestro destino. Ya pronto vendría el insustancial colofón y todas las peripecias y desgracias que lo antecederían. ¿Qué diremos todos entonces? ¿Recordaremos cuál fue la broma con la que sentenciamos nuestro camino colectivo? ¿Nos dará eso a la vez más risa? ¿O vergüenza? Intentó pensar en cuál había sido su mejor puntada usando el fin del mundo como remate. No sólo no logró acordarse, se enserió mientras revisaba su hemeroteca personal.
Levantó la aguja y lamió el hilo escarlata para poder apuntar con certeza al ojal.

martes, 13 de marzo de 2018

Después ya nunca nos vimos


Sólo espero que también viva en ti el amargor que me invade cuando recuerdo el habernos conocido.

viernes, 9 de marzo de 2018

Ayer otra vez


Cuantas veces llegué a tu casa con una botella y no supe ser sombra ante tu luz.

lunes, 5 de marzo de 2018

zĭg`ə-răt


Cada noche llegan más. Se forman en una interminable fila que dobla las esquinas e invade avenidas. Esperan su turno.
Meses después, cuando entran a su capilla rascan la pintura queriendo hacerse de un pedacito de verdad. Eso los inteligentes.
Los sensibles más bien soban amuletos, anhelando impregnarse de la suerte de sus muertos más sabios.
Jamás le verás ahí. Él viaja en el vagón de los perdidos hacia estaciones que no aparecen en los mapas. Ahí a donde van los desmemoriados, los jodidos, los borrachos de corazón; hacia allá va con disciplina monástica un pedazo de roble que nadie sabe transcribir, sólo yo.
De ahí que me apañara yo de justo este sitio: ni con los formados, ni con los malitos.
Solo y a solas, en medio y con el pecho oprimido. Por no saber decir lo poco que sí sé de un hombre bendito.
Soy yo el desdichado. El que sí sabe y no dijo. El que ya despierto no quiso informar a los formados y se hizo náufrago de su propio secreto.

costra de una sombra mal barrida


Perteneces al polvo que otros batallarán para dejar fuera del rastro.
Eres una pala, una aspiradora, un plumero o un zacate.
Ingiere el coraje y exhala el vaho sobre la plata.
No recuerdes nada y friega el piso.
Aprende modales y talla el sartén.
Perteneces al polvo que otros batallarán para dejar fuera del rastro.

viernes, 2 de marzo de 2018

#laclavedelsol


Es la curiosidad de una maleta con el asa rota. Es la compasión del concreto que, esculpido en la forma de un glúteo perfecto, imagina durar para siempre. Es la ilusión por cambiar de una mano salpicada en partículas de sudor café. Son los silencios de un cinturón de asteroides formados en una burocrática fila que los crea y los devora al mismo tiempo. Es el fósil más viejo del que se podría tener registro siendo olfateado por un puma analfabeta. Es la estúpida poesía que un mundo en acelerada decadencia encuentra en su suicidio.
Nos hacemos daño de las formas más bonitas y a los llorosos -amantes y madres de los fusilados, los desaparecidos y los muertos de hambre- se les invita de último momento al baile; como queriendo que no lleguen y que tampoco puedan reclamar que no se les toma en cuenta.
Conscientes de nuestro patético destino como carroña de zopilotes ya extintos, preferimos sonreír y fruncir el ceño simultáneamente. Es aparentar que esta pendejez que nos condena es elegida. No es nada de lo que hoy se ha dicho. Es sólo un cobarde y muy bien vestido masoquismo.

miércoles, 28 de febrero de 2018

El polvo en pausa


La neblina, al menos por ahora, aligeraba la tragedia. No se apreciaba con nitidez los huesos expuestos, el músculo desgarrado aún palpitando; como queriendo ya no pertenecer al suelo. Aún con el manto flotante las bocas de todos nosotros eran pastosas. El silencio era gutural, por eso supuraba en los labios una nata que invitaba a no decir nada ya nunca. De cualquier forma, en unas horas, los gritos de dolor volverían y el velo gris se encargaría de darles más presencia. Muchos ya se habían arrancado la vida, otros la consciencia con morfina caduca. El objetivo era muy sencillo: ya no estar ahí. Los ilusos intentaron escapar y claro que murieron antes de vivir una noche más. Éramos un puñado los que sin ayudar a los caídos, los escuchábamos, los veíamos y lo sentíamos. Para mí, era un abrumador peso que sin embargo no tenía una consistencia sólida. Al contrario, era un amorfo y pringoso lastre que impregnaba de su merma y empujaba a quien lo padecía contra cualquier superficie incómoda. Por eso caminar se volvía una misión en sí misma. El yugo de ese grave vómito se agarraba de mis rodillas y moldeaba mi espina dorsal a su voluntad. Tantos habían dicho que era imposible encontrar a los moribundos que habíamos dejado de buscar. Y precisamente de esa grieta es de la que supuraba la culpa que me alejaba cada mañana más de quien yo había sido antes del asedio. También por eso ya no tenía sentido querer que aquella guerra terminara. La falta de neblina, la ausencia de los aullidos y la festiva luz del sol sólo subrayarían el carácter y la razón ajados que nos quedaba. Más bien, conforme con mi mugrosa y curtida uña iba haciendo una línea más en el block de concreto pensaba, con muchísimo miedo, en cuál sería el último destello de mí en evaporarse. Ese día, cuando la mirada quede desocupada, la poca suerte que uno puede pedir es que la neblina le permita a uno perderse a solas y que nadie pretenda salvar a quien ya no es nada.

martes, 20 de febrero de 2018

Pterygota


Entre la angina y el punto final aún tuvo tiempo de entender que todas esas veces, había cachado al infarto tomando posesión en las esquinas o detrás de las puertas mal cerradas. No había sido un espectro, ni un alma errante, era tan sólo su paciente infarto que lo acompañó desde el brote de la arritmia hasta esa tarde: su aparición estelar. Quizás también había sido el responsable de haber desacomodado las sillas del comedor después de cada cena (situación que lo hacía creer que no bebía solo, sino con sus ya emigrados mejores amigos) o el que siempre le guardaba un pedazo de queso en la repisa superior del refrigerador -ahí dónde su mujer era incapaz de saber qué alimentos se escondían-. Tampoco era para darle las gracias. Él había sido un burócrata toda su vida y sabía que el argumento 'chamba es chamba' era lo mismo que las ventanas que al desplegarse, ciegan al vecino: un fulminante distractor que argumentaba inocencia donde había una flagrante consciencia del 'soy' y sus consecuencias. De todas formas, para ser su asesino y al mismo tiempo de cumplir su misión hacer válido su suicido, era un tipo agradable. Sin cara, anónimo, pero con presencia; así era su infarto. Y con la diligencia de una abeja obrera que cumplidora con su chamba, se manda sola al paredón, así nos mató él una tonta tarde de insípido invierno. Antes de migrar, llegué a saber lo que siempre supe y pasé a despedirme de lo que nunca fui.

lunes, 19 de febrero de 2018

La República de los Huérfanos


Para los poetas, es tan sólo la saliva con la que besan los rayos al mundo de los terrenales. Claman el despertar de los verdaderamente afortunados, aquellos que sostienen que la suerte es mito. La ironía es que sólo saben de su existencia como resultado de la terca curiosidad de los pilotos y los físicos. Su intuición añora, pero no evapora. No viaja a las alturas, sólo extraña en el vuelo de las aves no saber ser sin decir: 'lo he visto'. Se han robado la existencia de esta serie de microscópicas burbujas que navegan la atmósfera para que su arte retome la gloria que tenía cuando el mar era el final y lo que no se sabía, era el principio.
Aún así no es conocido, que en el borde de cada nube hay un resabio de espuma; la prueba fidedigna de su pasado como ola de mar. Frágil y subestimada, es la responsable del destello aurífero de cada atardecer. Ignorada y desatendida, hasta la tácita temperatura es capaz de empujarla de cada nube. Ser nada es caer de las alturas y no llegar al piso.
Cuando se ha ido, ya no vuelve, sucumbe ella y consigo el brillo. Lo saben algunos poetas ladrones, los físicos valientes y toda una camada de niños desprotegidos.

Ya sin los fantasmas pero todavía muy lejos de tu almohada.


El era quien veía a los muertos bailar alrededor de los invitados. Denunciarlo era no sólo desconsiderado sino la ratificación de su superlativa estupidez. Esperaba a que todos durmieran para empezar a borrar su memoria en paz. Primero barría las huellas de la tarima. Luego rompía los vasos que hubieran sido usado por los espectros. Luego recogía de los matorrales en el jardín trasero una copia exacta de la ropa que llevaba. Se desnudaba. Si había espejo aprovechaba para verse así, como era, una estrella irregular de cinco ramas con mechones en sitios aleatorios. Se vestía con la ropa nueva y se deshacía de la vieja. Luego recorría las estaciones del evento y se ensuciaba ligeramente en cada una de ellas, para darle realismo a su disfraz de sí mismo. Por último apaga la luz y ya con los pies en el pasto, mecía su cuerpo, echaba patadas cortas y taloneaba al ritmo de una canción que desde que tenía razón le había pertenecido pero jamás aprendió a cantar. Entonces la imaginaba y sus pies cepillaban el pasto a ras del silencio que sólo existe cuando uno está mucho muy solo, ya sin los fantasmas.

viernes, 16 de febrero de 2018

Mo-ichtacanamictiá


Ya no me acuerdo porqué fue que no te dije. Desde entonces y todavía, lo cristalino de tu ser me intimida. Es una cenote al cual me entrego. Ahí me deshago. Me evaporo.
También pudo haber sido un plan jamás ejecutado. Mi desarmable cautela no da garantías para el corto plazo. Seguro me faltaba algo tan sencillo como una postal para enmarcar el momento y luego el aviso se fue evaporando. Nos impregnamos de costumbre y la rebasada intimidad desplazó, en ciertas noches y casi todas las mañanas, a la emocionante cachondez.
Ahora, achacosos pero suavecitos, sabemos retratar mejor: juntos. Los secretos son más verdades, que entre los jardines y las risas, olvidaron pronunciarse; que tenebrosas promesas rotas y rompidas. Ya nos sabemos demasiado bien. Por eso también nos olvidamos.
Ahora, que aún recuerdo lo que siempre supe y se me fue avisarte, te cuento que el día que me casé contigo eras perfecta a ese momento. Te veías contenta y despreocupada. Fue cortita la ceremonia, sólo se dijo lo importante. En algún momento me volteaste a ver y me asusté de verte tan presente aún sin estar notificada. Quizás, ahora que porque lo digo lo pienso, por eso no te conté de tu casamiento conmigo. El impuntual, una vez más, había sido yo; y tú de mí ya estabas casada.

miércoles, 14 de febrero de 2018

desde aquí queda muy lejos


Querrá en este instante lo que jamás tendrá en este día. Tendrá lo que le sobra y ya no ocupa, ni por si las dudas. Perderá lo que nunca supo suyo, mucho menos mantener. Dirá lo que ningún espejo podría sustentar. Y por instantes lo suficientemente esbeltos como para caber entre las horas de la memoria, será pleno como siempre quiso y jamás pudo entender que era antes de quererlo. Sin relojes, ni carteras, ni almohadas de concurso; con las muelas sucias, el fiel nudo en la espalda baja y el polvo bajo la puerta que todo dormitorio estudiantil exporta a las grandes instituciones. Con prisa por el pasado. Sin verbos que lo frenen. Atado a un calendario que el sol incineró el día que los polos se terminaron. Goloso de culpa y con sonrisas como remos para no caer ahogado en la ansiosa angustia que nadie ha sabido darle la bienvenida.
Claro que tenía nombre, no seas estúpida, pinche estúpido. Nada más no lo te lo quiere decir porque la fama anónima, que no castra pero glorifica, es la que lo seduce a ser como es. Así es como juzga y ama no sólo en cantidades idénticas sino en momentos simultáneos. El miedo es esa alfombra de hielo, frágil y minúscula; pero capaz de hacer caer a todo aquel que, queriendo caminar, camina de más.

lunes, 12 de febrero de 2018

Calle


Me amarré las agujetas para hacer tiempo pero llegó el momento donde mi presencia era sospechosa y tuve que alejarme. Alcancé a entender que estaba siendo acusada por prostitución. Era una mujer de cincuenta, quizás sesenta. Había sido madre y ahora era la abuela de unos cuantos. Era evidente. Su apariencia física, si bien no era desagradable, era radicalmente asexuada. Era más bien un ser redondeado con articulaciones ligeramente oxidadas. Fiel a lo que se esperaba de ella, llevaba chanclas y un terso delantal de cuadrícula rojiblanca. Por supuesto que no era una prostituta. No había contexto de miseria que se encargara de que esa señora, una doña en toda la extensión de la palabra, se hubiera convertido en prostituta y no hubiera perdido esa mirada maternal o hasta el chingado delantal en el proceso. Si eso lo sabía yo, los dos policías lo tenían que tener clarísimo. Entonces, ¿qué pretendía tal arresto? La excusa absurda sólo podía esconder algo aún más funesto. Sin embargo, ella no se veía con miedo. Se sentía lista para lidiar con la inmanente corrupción de los uniformados.
Una vez que mi perro había regresado a la calle y ambos zapatos tenían los cordones atados, era inviable permanecer un instante más. Aún así salí lento de ahí; queriendo que esos dos o tres segundos de mi presencia revelaran la suficiente desconfianza como para ahuyentarlos. Por supuesto que tal deseo era más una alabanza gratuita a mi consciencia que una acción con resultados precisos. La inquietud de Matute, mi perro, fue haciendo que mis piernas recuperaran el ritmo con el que salimos de casa pero mi mente se quedó navegando en esa escena. Siempre que una situación me sobrepasa, suelo concluir que ‘antes’ no era así. Nunca pienso en un año en específico. No es que antes, en los sesenta, la policía era más honesta. Tampoco es que antes, cuando no había casas, calles y callejones, no había rincones lejos del paso que fueran una invitación a la corruptela. Es sólo un ‘antes’ de mí, estúpidamente generalizado. Así fue que pensé que antes, el ciudadano seguro tenía mejores herramientas para ser una mejor persona o un vecino más comprometido o simplemente un ser más solidario con lo que sucedía frente a él. Si volvía a aquel pasillo quizás mi libertad correría peligro, o peor aún, la suerte de aquella doñita podría empeorar con la incomoda intervención de un foráneo. Aquel día, conforme aventaba mis zapatos al clóset, recordé el evento una vez más.
Fueron pasando los días y a nadie le conté el suceso. La normalidad volvió a arropar, primero al reloj y luego al calendario. De todas formas, no volvió a haber un sólo día que no pasara frente a aquel espacio entre los muros amarillo limón y no pescara con la mirada, discreto pero inquisitivo, por la presencia de aquella mujer. Algún día hasta me fui pensando que tal vez sí, ese era su uniforme y había un mercado de ogetes allá afuera amantes de cogerse a la figura más casera, más maternal, más generosa de nuestro paisaje callejero. Igual nunca cuajó demasiado esa sospecha y más bien lo que gobernó fue esa agria sensación de ser yo -al igual que todos ustedes- la palabra correcta de mí, pero anulada por una falta de ortografía.

domingo, 11 de febrero de 2018

Un tapiz color nada


Qué poco tiempo había para dejar que no se murieran solos. Había que matarlos mucho antes de que uno mismo peligrara ser muerto por los demás.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Otra vez se nos hizo tarde


La longitud y eficiencia de este texto es producto de la falta de espacio en esta redacción impresa, así como por el trágico secuestro de la atención a manos de la prisa que llevan ustedes, los lectores restantes (está publicación alguna vez contó con una base de seis dígitos, hoy no creo que lleguemos a las tres). Igual se les agradece su permanencia, pero son tantos los que se han ido que sé que no es una cuestión de sólida lealtad. Todos ustedes terminarán por largarse a otros formatos aún menos relevantes que este ninguneable párrafo.
Enrique Yañez murió ayer de cincuenta y cuatro años. Bueno, se murió en el hospital, pero antes de llegar ahí lo mataron dos pandilleros. Iban a bordo de motocicletas, encapuchados, con casco y guantes; eso sí, con una florida playera para decirle a todo mundo de parte de quien venían. Enrique iba a bordo de su Mercedes en el asiento trasero. El chófer, Casimiro Álvarez, sobrevivió con la clavícula y dos costillas rotas. Eran las tres de la tarde a la hora del atentado. Hacía un sol radiante, el primero del año me cae.
En el funeral me enteré del suceso. Yo había asistido a la funeraria a raíz del aburrido deceso de un familiar de noventa y tres años. Aquellas muertes, anunciadas antes de cualquier olimpiada aún por suceder, generan que el tiempo en tales recintos se extienda interminablemente. Por eso, me puse a rondar los pasillos hasta el velorio de Enrique Yañez. Había unas ochenta personas presentes. Todas llorando e injuriando la violencia en este país. A ni uno sólo le hacía sentido el deceso de aquel hombre. Era exactamente lo opuesto al réquiem de Herminda, la hermana mayor de mi madre (que murió hace veintitrés años y decía que Herminda ya estaba muy vieja para seguir viva). Por eso me instalé en el funeral ajeno. Por supuesto que nadie llegó a solicitar mi derecho a estar ahí. El mero riesgo a la torpísima situación que se generaría si yo llegaba a responder que era el gran amigo de la preparatoria o un cliente de años bastaba para que nadie lo hiciera. Me fui enterando de características aisladas: era un gran jugador de dominó, un tipo puntual, no cuidaba mucho de su salud pero sí de su apariencia, era un apasionado de los automóviles y relojes de lujo y, el dato más importante, era un fabricante de corcholatas.
En este universo de los monopolios, cada vez que escucho que alguien sobrevive siendo un empresario hormiga me brota una comezón sospechosista que sólo someto con una investigación morbosa con mis amigos los notarios, los contadores, los pandilleros y los otros chismosos como yo: los periodistas.
En la mañana del jueves, archivada eternamente la muerte de Herminda, me puse a rascarle al nombre de Enrique Yañez. A veces, me odio muchísimo, pienso en lo inútil que son mis textos y en cómo el grueso de las ocasiones sólo encuentro verdades rocosas, incómodas, inútiles e inhumanas. Pero mi patología es más grande que yo. Más bien, es la bandera y el escudo de mi identidad. Yo no creo ni en las religiones, ni en los deportes y la cultura me da franca hueva. Ser periodista es lo único que realmente soy. Por eso pude dejar mis dudas personales a un lado cuando vi, desde el primer instante, que el decimosexto productor y noveno distribuidor de corcholatas de la región no podía, ni debía, bajo ningún escenario, ser víctima de la muerte a bordo de un Mercedes del año. Si fuera por herencia, el hombre tendría múltiples negocios. Si fuera su gran capricho, no sería un padre de familia con cuatro hijos, todos egresados de la universidad.
Las fuentes "peligrosas", las de reputación más cuestionable son las más honestas. ¿A qué se deba? No sé, mi apuesta es que la educación superior incluye una maestría en aprender a mentir bien. No me refiero a decir las mentiras con seguridad y estructuradas con lógica y astucia para ser casi imposibles de desarmar. No, mentir bien es hacerlo con convencimiento bi-direccional: al mentido -claro-, y a lo profundo del mentiroso. Las mentiras chingonas no son filosas, son una mugre fundida en la psique de su autor y él mismo tendría que dejar de ser sí mismo para poder si quiera empezar a contemplar que eso de lo que se habla no es una tremendísima verdad. Mentía Enrique Yañez; y por él y con él, mentían todos los que en el funeral se sorbían los mocos y veían con rencor el techo, como queriendo largar a dios de su fiesta favorita -o al menos en la que más popular es-.
El 'Corcholatas', como me contaron que era apodado en sus veintes, tenía un negocio sano. En efecto, supo mantenerlo a flote por casi cuatro décadas. Eso, estoy seguro, es suficiente para tener una casa y, con la ayuda de un par de becas, a cuatro hijos con título universitario. No daba para vacaciones en disneilandia, ni para comer cada domingo en el famoso 'Cortes y Gauchos', ni para relojes y carrazos; para eso no daba hace veinte años y mucho menos ahora.
Pasemos a lo relevante, querido y paciente lector -que hay pocos como usted y cada vez menos-. Enrique Yañez, en sus múltiples visitas desde bistrós hasta cantinas, se fue haciendo de confianza entre la tribu de restauranteros que rige el paladar de esta ciudad. No fue sólo Don Tomás en 'Cortes y Gauchos', fue también el JP en 'La Tribuna' y el junior Sandro en 'Las cuatro eles', entre otros, los que no sólo le confesaron que la renta por derecho de piso se había colado hasta las más altas esferas de establecimientos de comida, sino que le mostraron las amenazas redactadas. Todas venían acompañadas de una pequeña bala .45 ACP con casquillo dorado y chata cabeza de cobre. Para los menos siniestros permítanme explicarles que esta bala es justo el modelo que el ejército yanqui desarrolló a partir de la guerra con Filipinas. En dicho conflicto, el soldado americano solía 'batallar' con el enemigo que -ya sea drogado, empoderado en su ideología anti-imperialista o ambas- no caía fulminado con el primer balazo. Esta 'amarga' experiencia los llevó a crear el .45 ACP, una bala cuya característica principal es no necesitar más de una para matar de un tiro al contrincante.
Seguramente para aquel entonces, el 'Corcholatas' ya deducía impuestos de forma ilegal y contrataba a menores de edad para pagarles menos del salario mínimo. Yo sé que la mentalidad chueca sí se manifiesta de forma espontánea, pero el plan denota a toda luz que este individuo llevaba varios giros de torcidez; de lo contrario no hubiera ido a tocar las puertas del narcotráfico de buenas a primeras. Además, si no cómo es que ya había empezado a codearse con los anfitriones del vicio para enterarse del sistema de amenazas por parte del crimen organizado. Mintió Enrique Yañez toda su vida, a él y a los suyos, que le mentían de vuelta cuando no cuestionaban los lujos con los que los apapachaba cada fin de año o en bodas y bautizos.
Lo inmediato fue ir a un proveedor de balas, Munición Valenzuela, con oficinas en la salida a Villa Caliente, y hacerles un plan de negocio. Vaya usted a saber cómo logró una cita con el 'Ricky', el capo de la plaza oriente de la ciudad, pero también lo logró. El esquema era fácil de entender y aún más sencillo de implementar. Yañez entonces era el comprador, por contrato a veinte años, de todas las balas con fallas de fábrica de Munición Valenzuela. A su vez, el le administraba las balas al Ricky para que las amenazas a locales y empresas no gastaran 'bala buena', que al final, era una pérdida para la mañosa organización. Absolutamente todos ganaban, bendito el ingenio de todo aquel que apenas acaba la prepa.
Sus bodegas servían no sólo como almacén sino como lugar de intercambio: plomo atrofiado por plata agraviada.
Todavía le dio tiempo a Enrique Yañez de renovar el contrato a veinte años una vez. Se aproximaba la negociación de su tercer término como abastecedor de amenazas huecas sólo en pólvora pero retacadas de paranoia y miedo para quienes las recibían. Seguramente alguna cláusula en la que no hubo convenio fue lo que determinó su ejecución a plena luz del día. Ni me supieron explicar a raíz de qué suceso lo mataron ni me interesa. A usted noble leyente, le sobra el dato yo diría. Porque la atención suya, mía y de todos debería estar puesta ni si quiera en la violencia con la que ajusticiaron a este rufián, sino en la gran mentira que es él, todos los que lo conocían y le aplaudían y que son los muchos empresarios de cuello blanco que gobiernan a mano izquierda esta metrópolis. Son los mismos que suscriben las leyes de pena de muerte que hoy mismo se votan en el senado. A mí me da igual si matan a todos los matones de este pueblo, pero no puedo permitir que lo hagan a cuesta de los flojos y farsantes que manejan carros de lujo por nuestras siempresucias avenidas. Hay valores más necesarios que la vida para esta cutre urbe. La verdad es uno de ellos. Es a través de ella que podremos enderezar las esquinas que sabido cortar la indigna sociedad de la que somos orgullo, rebaba y ceniza misma. A los que aún siguen aquí, ahí les va una idea.
Enrique 'El Corcholatas', ese que iba a devorar cenas de treinta y cinco mil pesos a los mismos restaurantes en los que anclaba su negocio de amenazas baratas y a consentir a su mujer, hijos y sobrinos con dinero canceroso, fue fusilado por la débil justicia natural que ahora sólo sabe avanzar con ironía por bastón y fulmina a un mentiroso a cuatro balazos verdaderos, costosos y ojalá que con más relleno que pólvora para un tardío despertar de nuestra población citadina.

lunes, 29 de enero de 2018

Dejen dormir a sus muertos


La voz es el anzuelo.
Pienso en antes más que en hoy.
Pego imposible y recuerdos a base de silicón.

Veo frío y me congelo,
más fácil ahora no oír a nadie.
La cabeza es el micrófono de tu muda voz.

Defiendo improbables celos.
Lo que ya no es, gotea de la mirada.
Caigo al techo y me entierro, ya no voy.

viernes, 26 de enero de 2018

por dos días juntos


Para quien no estuvo ahí seguro que parecía tonto: un valle entero de colinas y tanta gente formada atrás de la única pared de piedra. Era de unos dos metros de alto y a lo mucho unos cuatro de ancho. Tenía el marco para una puerta aunque no había tal. Todo eso era irrelevante. A un costado de la puerta había una pequeña ventana. Quien sabe qué medidas tendría pero dos puños adultos jamás pasarían al mismo tiempo por ese hueco. Todo aquel que tenía que quería pasar por la puerta sólo podía llevar al otro lado lo que cupiera en la abertura entre el yeso y las rocas. No sé antes, pero en ese entonces, para cuando uno llegaba ahí por más rápido que hubiera avanzado la fila era imposible 'echársela' en menos de un día. De donde todos venían tampoco es que hubiera una guerra. Los recursos escaseaban en invierno, pero me imagino que así fue siempre en cualquier lado. Del otro lado del muro tampoco es que se vieran más pastosos los cerros. Ni siquiera había un encargado de revisar que uno no exportara más de lo que le correspondía. Todos bajaban la mirada al ver la cavidad, seguramente muchos metros atrás habían oído de su tamaño tan modesto y pensaron que era una exageración de algún pesado que quiso llevarse de más. Con la mirada gacha tiraban al piso lo que les sobrara y con una mano se pasaban por la ventanilla lo que la otra mano recibía del otro lado. Siempre los primeros pasos del otro costado iban acompañados de inseguras miradas hacia atrás. Si se podía regresar daba igual porque nadie nunca lo intentó siquiera. Uno que otro mañoso apachurraba su posesión para hacerla caber por el boquete. El truco normalmente acababa siendo motivo de arrepentimiento inmediato para quien con su propia mano cachaba un elemento roto, pegajoso o escurriendo de más. Cuando yo me formé llegué solo. Ahora no recuerdo qué quería que pasara del otro lado. Después de la primera mañana de estar formado, a solas y en silencio, empecé a notar cada parte del paisaje que el viento peinaba. No era todo en simultáneo. Al contrario, era un ejercicio delicado y cuidadoso de pasar primero por las copas de los árboles, luego buscar cuerpos de agua grandes, ir serpenteando entre arbusto y arbusto para terminar con un reiterativo y tenue pasado sobre la hierba. A modo de mantra el viento se arrullaba a sí mismo y a cada hoja de todo el valle. Me dejé serenar por ese cepillar del pasto y precisamente habré dejado de avanzar por un rato hasta que ella apareció. Sentí cómo me despertó con un torpe susto, pero pero yo nunca estuve dormido. Al mismo tiempo, ella era demasiado ocurrente e indecisa como para yo haberla soñando. Tampoco pudimos decirnos mucho. El silencio prolongado de cada uno va generando prudencia; pero el silencio en masa es como una espesa túnica oscura que asfixia a quien no la transporta. Avanzamos ella y yo por dos días juntos. Antes de que saliera el primer sol ya íbamos tomados de la mano. De vez en cuando nos aventábamos sonrisas tontas entre los dos para aligerar el camino. Cada que el viento me despeinaba yo alzaba la mirada, como para verlo reflejado en algún ave o alguna nube. Ella, con su mano libre, me peinaba; y yo sabía que lo hacía provocar al viento. Claro que escuchamos de aquella ventana minúscula; pero qué sentido tenía creerles. Llegamos a la pared de piedra. Delante nuestro pasó un barbón tan alto que tuvo que hacerse pequeño para pasar por la puerta. Lo único que se pasó de mano a mano fue un pañuelo con costuras rosas. Avanzamos esquivando pertenencias sacrificadas y llevamos nuestras manos atadas hasta la abertura. Intentamos un par de formas distintas y una tercera con fuerza, hasta raspar nuestros nudillos. Atrás se escuchó un gruñido de impaciencia. Nos vimos a los ojos, claro que había miedo ahí escondido. Estoy seguro que con mayor fuerza pudimos haber pasado ambos juntos. Nuestras manos hubieran recibido dos ensangrentados puños y donde hasta ahora había habido nada más que un cálido viento se vestiría de heridas. Claro que había un mundo distinto del otro lado del muro. Todo esto lo pensé en un segundo y ví que le pasó por la mente a ella. Quizás hace mucho, tanto que ya nadie lo recuerda ni como leyenda, pero fuimos los primeros de esta nueva era. Dejamos la fila a un lado y nos alejamos hasta que se fue haciendo chica la puerta de piedra. Nos reímos nerviosos; seguramente parecíamos tontos para esa inagotable fila de necios de la que antes fuimos. Caminamos hacia una fila inagotable de montañas y sin soltarnos, ella me despeinó; y ese día fue ayer y ojalá mañana.

jueves, 25 de enero de 2018

y huérfanas se sentirán estas ganas de tenerte cerca


En una mediocre fiesta de parque urbano le cantan las mañanitas a Miguel. Demasiado viejo para sentirse agradecido y aún muy joven como para poder perseguir la soledad que lo aclama, Miguel mira directo a nuestros ojos: el limbo. Le emociona no saber cuando se acaba el mismo mundo al que le desea un desenlace categórico y rotundo. Le sirven pastel y el betún cae sobre sus jeans embarrados. Miguel come mecánicamente. Las lonjas que se asoman entre sus pantalones y su playera delatan su triste pero funcional relación con la comida. De la bolsa trasera se asoma una hoja de block doblada en cuatro. En ella hay una imagen apocalíptica. A Miguel le fascina dibujar esos escenarios del fin del mundo. Nunca piensa mucho en el porqué pero cuando es cuestionado al respecto, divaga y siempre acaba diciendo que es porque la vida sigue, el que se detiene es el mundo. ¿Pero cómo? le dicen sus mejores amigos o a las dos chavas que a logrado meter a su cuarto y miran todos los bocetos pegados en la pared. La vida flota alrededor y adentro de nosotros. A veces a la altura del paladar y la saboreamos. A veces un poco más arriba y la vemos. A veces a nuestras espaldas y de inmediato la añoramos. A la mayoría les basta esa respuesta incompleta. O tal vez prefieren no averiguar más, por miedo a que en ese derroche de sentimentalismo vaya a llorar Miguel con ellos. El no explica nunca lo que no le preguntan. De hecho habla poco por iniciativa propia. Justo ahora que le preguntan si le gustó el pastel de durazno a él le ha bastado asentir y pretender que seguía con la boca llena. Su hermano Toño ha notado esto. Él ha escuchado el resto de la historia: Cuando no haya mundo y no haya testigos para la vida que flota, qué poco importará haber llegado a la luna, qué absurdas serán todas las palabras escritas, dichas y pensadas. Nadie quiere que se nos acabe el mundo. Nadie quiere que ver que le bajen el telón sin antes ponerse a pensar que el momento más importante de toda obra es ese pequeño silencio antes del estruendo de aplausos y la oscuridad eterna. Alguna vez ya Toño arremedó a Miguel parafraseando tales ideas. Un vulnerable y ardido Miguel le partió la madre a su hermano menor con puñetazos en el cráneo y patadas a las nalgas. El momento en la frágil celebración se ha convertido en histeria maternal cuando un microbús ha pasado a toda velocidad y la ráfaga que levanta ha volado los vasos y platos vacíos. Los más chicos han salido entre risas persiguiendo la vajilla desechable de cartón rosado con vaqueros e indios dibujados. Miguel deja la servilleta en la mesa, aún sabiendo que será el siguiente elemento en salir volando cuando pase otro camión a 80 kpmh. Tiene ganas de volver a su cuarto y colgar su último boceto. En cada uno de ellos explora un nuevo punto final. Construye su mitología barroca que sirve de pretexto para cavilar más en eso que a ti y a mí nos atormenta, pero que él anhela. Saca su celular y abre la aplicación de notas. Se aleja de amigos y familiares para no sentirse espiado. Con sus dedos rechonchos sobre las teclas en la pantalla mira hacia arriba por un segundo. No sabe bien qué quiere apuntar. Tiene una frase anotada: "y la platea de nitidez necesaria para saberse narrado y elevado". La borra. Abre la aplicación de mensajes y busca el contacto de La Maripepa. El cursor espera. La tía Sonia suelta el chiflido de 'ya nos vamos'. Miguel regresa a la aplicación de notas de texto. Redacta con suficiente velocidad como para delatar que no es una idea nueva: Todos pensamos en qué haremos cuando no tengamos esos lagos que espejean el sol, esas miradas profundas como calles inagotables de los mamíferos salvajes, esas historias fantasiosas de hazañas de inmortales pero precisamente no habrá nada qué hacer. Los desprovistos serán los recuerdos de nosotros que -primero invisibles, luego inaccesibles y por último infinitos- volveremos al cero que nos ha de comer. Ojalá yo vea el fin del mundo. Y ojalá el mundo, en ese silencio que marca el fin de la historia me vea a mí.

ideas que preservamos y nos afectan e ideas que nos afectan y preservamos


Poco importa lo poco importante. A pocos nos importa lo que a nadie le importa. Lo importante es sólo eso, importante. Importa más lo importante cuando lo que poco importa importa menos. A nadie le importa esto que de nadie importa. Si no aporta, qué importa. Si no importa, qué aporta. Si poco importa, será porque se arrancó a sí mismo de lo importante; no por otra cosa.

Encantado de tenerlos


Las paredes son un tapiz color menta que ha ido palideciendo con los años. Las chapas, flojitas y chimuelas, son otro de muchos delatores de su edad. Las alfombras, apasionadas del silencio, ahora entonan la melancolía. El sótano es el único piso donde aún sirven todas las bombillas. Quizás el último en salir robó las funcionales de otros pisos y para sanar a las fundidas de el nivel más propenso a la insalubre humedad. En el resto de las plantas las pacientes cortinas aún hacen su intento por detener al sol en su empecinado entrar a cada alcoba. Una obra así, de siete décadas al menos, forzosamente se parece a otras que han vivido lapsos similares. No importa el lugar del mundo donde hayan sido edificadas. No les importa su lugar y punto. Aprendieron a pertenecer a la tierra que los sostiene.
En sus inicios pecaban de renovarse cada año. Ahora pasa todo lo contrario. Los cuadros de personajes dejaron de ser novedad, adorno o un guiño coqueto a la fortaleza de sus muros. Hoy más bien, éstos se han empotrado en el rincón que les asignaron hace tanto tiempo. Si por algún tipo de tragedia fueron removidos, han sabido tatuar su sombra; para que aún en su ausencia se invoquen a sí mismos -la vanidad del autorreferenciable-. Así, el mismo tono hierbabuena que resguardaron a sus espaldas, hoy genera sólo triste curiosidad a quien lo nota. No hay palabras a la vista en tales inmuebles, como si se supiera siempre qué frases son sólo una moda pasajera. Esta torre de concreto no es la excepción. De ahí la hipócrita sonrisa en el salón principal: hecha de una polvorienta paniola y un par de botellas de vino avinagrado.
Aún así hay un presagio que tirita en el aire. No quiere dar miedo pero sabe que la mera idea es demasiado particular como para no asustar a los espantadizos. No musita. No da aviso, ni a los más atentos. Entonces, cuando el cielo suelta el azul para sumergirlo en negro, va directo por los fantasmas. Sabe que sólo esa vaporosa ficción podría darle un digno final a su ser construido con tanta verticalidad.
Antes de que la tierra la reclame de vuelta debería, y podría, pero aún más le gustaría; dejar de tener inquilinos y ser de ellos. Así que de noche, en vez de soñar, pasa las horas fanstaseando con lo meramente imaginable. Grita en secreto. Sabe que esas puertas, tan cerradas como están, son publicidad gratuita para huéspedes intangibles. Cree que allá afuera, hay hechizos a los que aún puede aspirar. Respira hondo. Aletean las cortinas. Los invita a pasar.

lunes, 8 de enero de 2018

MNHDCC


Eres más pendejo de lo que crees,
y más chingón de lo que sabes.

La imaginación para leerte cuando las nubes han quedado varadas en alta mar


Siempre estás publicando tu último cuento.
Y sí, como a una palomilla, la luz te separó de volver a hacerlo.

No hay razón


Empezaron a dejar de morir en el 2031. Tal vez no el mejor número para algo tan icónico pero sin embargo así sucedió. El primer país en hacer la reforma fue Canadá. A los dos meses ya había nueve más en la lista. Rita, mi abuela, tenía veinticuatro años en aquel entonces. Para cuando la regularización llegó a México ella ya tenía treinta y dos. La forma en la que se implementó fue que primero se estandarizó el chip a los neonatos y los futuros partos. Meses después la vacuna a menores de edad se hizo obligatoria en escuelas públicas y el consejo de escuelas privadas urbanas lo aprobó el once de diciembre 2040. A partir de entonces la siguiente década se le dio prioridad a los que pagaban la vacuna para adultos y posteriormente el seguro social lo incluyó en el derecho de todo paciente que no contara con enfermedades terminales y/o genéticas. Rita no estaba enferma en aquel entonces; pero ahora sí.
El problema es que ella, bajo un estúpido pacto con mi difunto abuelo y sus compadres Salvador y Eugenia, jamás tomó la inyección. Ahora, a sus ochenta y un años, una pneumonia la tiene en el Hospital Central. El enfermero nos ha explicado que la vacuna se podría llegar a aplicar si los anticuerpos toman fuerza con la medicina. Todo es un acto de fé ya que la fórmula de la medicina fue extraída de una bitácora del archivo general. Data del 2033 la receta. Aún así ese no es el problema, Rita ha dicho que aún curándose no piensa en ponerse la cura. Podría ser producto de la edad, pero aún así sin una prueba médica de senilidad natural no hay recurso legal para que el HC aplique el método 63001-7761.
Todos hemos tenido nuestra oportunidad de hablar con ella en el dormitorio pero nadie ha logrado convencerla. Mi madre y mis tíos al final han optado por respetar su decisión. Sin embargo para mí, que nací inmmortal, resulta una absoluta estupidez elegir el fin a algo que no lo necesita.
Por eso volví a entrar, para pedirle una última vez que sea parte de la familia por siempre. Me ha hablado de sus recuerdos y cómo estos están anclados a sus pasiones y a los principios que le inculcó el movimiento del 2028. Hemos hablado por casi tres horas pero sinceramente a partir de los veinte minutos he ido perdiendo el interés. La última media hora la usé para organizar el viaje de fin de año con mis amigos del conservatorio.
Creo que la abuela morirá en menos de dos años. No tiene mucho sentido almacenar las fotos en la memoria si no se le puede anexar una ficha de contacto y una cédula en la agenda por la eternidad.

sábado, 6 de enero de 2018

Justo y Ahora


Ahora que aquí estamos. Ahora que ya casi es de día otra vez. Ahora que casi nada importa.

Porque fuimos astillas flotando en ínfimas olas que nada sabíamos de hablar las cosas; de direcciones el nado; de pertenecer a la marea.

No pudimos ver rayos de luz que aún no se asomaban detrás de las rocas. No alcanzamos a ser adoptados por esos profundos corales que tanto salen en las fotografías de los turistas. Sin saber estar más juntos, no estuvimos separados.

Ahora que los asteroides migran a sus poco atendidas contorsiones estelares y que absolutamente todos los que aún nos recuerdan duermen.

Sólo queda pensar que desde antes de que todo comenzara en nosotros, él ya tenía la razón.