miércoles, 28 de febrero de 2018

El polvo en pausa


La neblina, al menos por ahora, aligeraba la tragedia. No se apreciaba con nitidez los huesos expuestos, el músculo desgarrado aún palpitando; como queriendo ya no pertenecer al suelo. Aún con el manto flotante las bocas de todos nosotros eran pastosas. El silencio era gutural, por eso supuraba en los labios una nata que invitaba a no decir nada ya nunca. De cualquier forma, en unas horas, los gritos de dolor volverían y el velo gris se encargaría de darles más presencia. Muchos ya se habían arrancado la vida, otros la consciencia con morfina caduca. El objetivo era muy sencillo: ya no estar ahí. Los ilusos intentaron escapar y claro que murieron antes de vivir una noche más. Éramos un puñado los que sin ayudar a los caídos, los escuchábamos, los veíamos y lo sentíamos. Para mí, era un abrumador peso que sin embargo no tenía una consistencia sólida. Al contrario, era un amorfo y pringoso lastre que impregnaba de su merma y empujaba a quien lo padecía contra cualquier superficie incómoda. Por eso caminar se volvía una misión en sí misma. El yugo de ese grave vómito se agarraba de mis rodillas y moldeaba mi espina dorsal a su voluntad. Tantos habían dicho que era imposible encontrar a los moribundos que habíamos dejado de buscar. Y precisamente de esa grieta es de la que supuraba la culpa que me alejaba cada mañana más de quien yo había sido antes del asedio. También por eso ya no tenía sentido querer que aquella guerra terminara. La falta de neblina, la ausencia de los aullidos y la festiva luz del sol sólo subrayarían el carácter y la razón ajados que nos quedaba. Más bien, conforme con mi mugrosa y curtida uña iba haciendo una línea más en el block de concreto pensaba, con muchísimo miedo, en cuál sería el último destello de mí en evaporarse. Ese día, cuando la mirada quede desocupada, la poca suerte que uno puede pedir es que la neblina le permita a uno perderse a solas y que nadie pretenda salvar a quien ya no es nada.

martes, 20 de febrero de 2018

Pterygota


Entre la angina y el punto final aún tuvo tiempo de entender que todas esas veces, había cachado al infarto tomando posesión en las esquinas o detrás de las puertas mal cerradas. No había sido un espectro, ni un alma errante, era tan sólo su paciente infarto que lo acompañó desde el brote de la arritmia hasta esa tarde: su aparición estelar. Quizás también había sido el responsable de haber desacomodado las sillas del comedor después de cada cena (situación que lo hacía creer que no bebía solo, sino con sus ya emigrados mejores amigos) o el que siempre le guardaba un pedazo de queso en la repisa superior del refrigerador -ahí dónde su mujer era incapaz de saber qué alimentos se escondían-. Tampoco era para darle las gracias. Él había sido un burócrata toda su vida y sabía que el argumento 'chamba es chamba' era lo mismo que las ventanas que al desplegarse, ciegan al vecino: un fulminante distractor que argumentaba inocencia donde había una flagrante consciencia del 'soy' y sus consecuencias. De todas formas, para ser su asesino y al mismo tiempo de cumplir su misión hacer válido su suicido, era un tipo agradable. Sin cara, anónimo, pero con presencia; así era su infarto. Y con la diligencia de una abeja obrera que cumplidora con su chamba, se manda sola al paredón, así nos mató él una tonta tarde de insípido invierno. Antes de migrar, llegué a saber lo que siempre supe y pasé a despedirme de lo que nunca fui.

lunes, 19 de febrero de 2018

La República de los Huérfanos


Para los poetas, es tan sólo la saliva con la que besan los rayos al mundo de los terrenales. Claman el despertar de los verdaderamente afortunados, aquellos que sostienen que la suerte es mito. La ironía es que sólo saben de su existencia como resultado de la terca curiosidad de los pilotos y los físicos. Su intuición añora, pero no evapora. No viaja a las alturas, sólo extraña en el vuelo de las aves no saber ser sin decir: 'lo he visto'. Se han robado la existencia de esta serie de microscópicas burbujas que navegan la atmósfera para que su arte retome la gloria que tenía cuando el mar era el final y lo que no se sabía, era el principio.
Aún así no es conocido, que en el borde de cada nube hay un resabio de espuma; la prueba fidedigna de su pasado como ola de mar. Frágil y subestimada, es la responsable del destello aurífero de cada atardecer. Ignorada y desatendida, hasta la tácita temperatura es capaz de empujarla de cada nube. Ser nada es caer de las alturas y no llegar al piso.
Cuando se ha ido, ya no vuelve, sucumbe ella y consigo el brillo. Lo saben algunos poetas ladrones, los físicos valientes y toda una camada de niños desprotegidos.

Ya sin los fantasmas pero todavía muy lejos de tu almohada.


El era quien veía a los muertos bailar alrededor de los invitados. Denunciarlo era no sólo desconsiderado sino la ratificación de su superlativa estupidez. Esperaba a que todos durmieran para empezar a borrar su memoria en paz. Primero barría las huellas de la tarima. Luego rompía los vasos que hubieran sido usado por los espectros. Luego recogía de los matorrales en el jardín trasero una copia exacta de la ropa que llevaba. Se desnudaba. Si había espejo aprovechaba para verse así, como era, una estrella irregular de cinco ramas con mechones en sitios aleatorios. Se vestía con la ropa nueva y se deshacía de la vieja. Luego recorría las estaciones del evento y se ensuciaba ligeramente en cada una de ellas, para darle realismo a su disfraz de sí mismo. Por último apaga la luz y ya con los pies en el pasto, mecía su cuerpo, echaba patadas cortas y taloneaba al ritmo de una canción que desde que tenía razón le había pertenecido pero jamás aprendió a cantar. Entonces la imaginaba y sus pies cepillaban el pasto a ras del silencio que sólo existe cuando uno está mucho muy solo, ya sin los fantasmas.

viernes, 16 de febrero de 2018

Mo-ichtacanamictiá


Ya no me acuerdo porqué fue que no te dije. Desde entonces y todavía, lo cristalino de tu ser me intimida. Es una cenote al cual me entrego. Ahí me deshago. Me evaporo.
También pudo haber sido un plan jamás ejecutado. Mi desarmable cautela no da garantías para el corto plazo. Seguro me faltaba algo tan sencillo como una postal para enmarcar el momento y luego el aviso se fue evaporando. Nos impregnamos de costumbre y la rebasada intimidad desplazó, en ciertas noches y casi todas las mañanas, a la emocionante cachondez.
Ahora, achacosos pero suavecitos, sabemos retratar mejor: juntos. Los secretos son más verdades, que entre los jardines y las risas, olvidaron pronunciarse; que tenebrosas promesas rotas y rompidas. Ya nos sabemos demasiado bien. Por eso también nos olvidamos.
Ahora, que aún recuerdo lo que siempre supe y se me fue avisarte, te cuento que el día que me casé contigo eras perfecta a ese momento. Te veías contenta y despreocupada. Fue cortita la ceremonia, sólo se dijo lo importante. En algún momento me volteaste a ver y me asusté de verte tan presente aún sin estar notificada. Quizás, ahora que porque lo digo lo pienso, por eso no te conté de tu casamiento conmigo. El impuntual, una vez más, había sido yo; y tú de mí ya estabas casada.

miércoles, 14 de febrero de 2018

desde aquí queda muy lejos


Querrá en este instante lo que jamás tendrá en este día. Tendrá lo que le sobra y ya no ocupa, ni por si las dudas. Perderá lo que nunca supo suyo, mucho menos mantener. Dirá lo que ningún espejo podría sustentar. Y por instantes lo suficientemente esbeltos como para caber entre las horas de la memoria, será pleno como siempre quiso y jamás pudo entender que era antes de quererlo. Sin relojes, ni carteras, ni almohadas de concurso; con las muelas sucias, el fiel nudo en la espalda baja y el polvo bajo la puerta que todo dormitorio estudiantil exporta a las grandes instituciones. Con prisa por el pasado. Sin verbos que lo frenen. Atado a un calendario que el sol incineró el día que los polos se terminaron. Goloso de culpa y con sonrisas como remos para no caer ahogado en la ansiosa angustia que nadie ha sabido darle la bienvenida.
Claro que tenía nombre, no seas estúpida, pinche estúpido. Nada más no lo te lo quiere decir porque la fama anónima, que no castra pero glorifica, es la que lo seduce a ser como es. Así es como juzga y ama no sólo en cantidades idénticas sino en momentos simultáneos. El miedo es esa alfombra de hielo, frágil y minúscula; pero capaz de hacer caer a todo aquel que, queriendo caminar, camina de más.

lunes, 12 de febrero de 2018

Calle


Me amarré las agujetas para hacer tiempo pero llegó el momento donde mi presencia era sospechosa y tuve que alejarme. Alcancé a entender que estaba siendo acusada por prostitución. Era una mujer de cincuenta, quizás sesenta. Había sido madre y ahora era la abuela de unos cuantos. Era evidente. Su apariencia física, si bien no era desagradable, era radicalmente asexuada. Era más bien un ser redondeado con articulaciones ligeramente oxidadas. Fiel a lo que se esperaba de ella, llevaba chanclas y un terso delantal de cuadrícula rojiblanca. Por supuesto que no era una prostituta. No había contexto de miseria que se encargara de que esa señora, una doña en toda la extensión de la palabra, se hubiera convertido en prostituta y no hubiera perdido esa mirada maternal o hasta el chingado delantal en el proceso. Si eso lo sabía yo, los dos policías lo tenían que tener clarísimo. Entonces, ¿qué pretendía tal arresto? La excusa absurda sólo podía esconder algo aún más funesto. Sin embargo, ella no se veía con miedo. Se sentía lista para lidiar con la inmanente corrupción de los uniformados.
Una vez que mi perro había regresado a la calle y ambos zapatos tenían los cordones atados, era inviable permanecer un instante más. Aún así salí lento de ahí; queriendo que esos dos o tres segundos de mi presencia revelaran la suficiente desconfianza como para ahuyentarlos. Por supuesto que tal deseo era más una alabanza gratuita a mi consciencia que una acción con resultados precisos. La inquietud de Matute, mi perro, fue haciendo que mis piernas recuperaran el ritmo con el que salimos de casa pero mi mente se quedó navegando en esa escena. Siempre que una situación me sobrepasa, suelo concluir que ‘antes’ no era así. Nunca pienso en un año en específico. No es que antes, en los sesenta, la policía era más honesta. Tampoco es que antes, cuando no había casas, calles y callejones, no había rincones lejos del paso que fueran una invitación a la corruptela. Es sólo un ‘antes’ de mí, estúpidamente generalizado. Así fue que pensé que antes, el ciudadano seguro tenía mejores herramientas para ser una mejor persona o un vecino más comprometido o simplemente un ser más solidario con lo que sucedía frente a él. Si volvía a aquel pasillo quizás mi libertad correría peligro, o peor aún, la suerte de aquella doñita podría empeorar con la incomoda intervención de un foráneo. Aquel día, conforme aventaba mis zapatos al clóset, recordé el evento una vez más.
Fueron pasando los días y a nadie le conté el suceso. La normalidad volvió a arropar, primero al reloj y luego al calendario. De todas formas, no volvió a haber un sólo día que no pasara frente a aquel espacio entre los muros amarillo limón y no pescara con la mirada, discreto pero inquisitivo, por la presencia de aquella mujer. Algún día hasta me fui pensando que tal vez sí, ese era su uniforme y había un mercado de ogetes allá afuera amantes de cogerse a la figura más casera, más maternal, más generosa de nuestro paisaje callejero. Igual nunca cuajó demasiado esa sospecha y más bien lo que gobernó fue esa agria sensación de ser yo -al igual que todos ustedes- la palabra correcta de mí, pero anulada por una falta de ortografía.

domingo, 11 de febrero de 2018

Un tapiz color nada


Qué poco tiempo había para dejar que no se murieran solos. Había que matarlos mucho antes de que uno mismo peligrara ser muerto por los demás.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Otra vez se nos hizo tarde


La longitud y eficiencia de este texto es producto de la falta de espacio en esta redacción impresa, así como por el trágico secuestro de la atención a manos de la prisa que llevan ustedes, los lectores restantes (está publicación alguna vez contó con una base de seis dígitos, hoy no creo que lleguemos a las tres). Igual se les agradece su permanencia, pero son tantos los que se han ido que sé que no es una cuestión de sólida lealtad. Todos ustedes terminarán por largarse a otros formatos aún menos relevantes que este ninguneable párrafo.
Enrique Yañez murió ayer de cincuenta y cuatro años. Bueno, se murió en el hospital, pero antes de llegar ahí lo mataron dos pandilleros. Iban a bordo de motocicletas, encapuchados, con casco y guantes; eso sí, con una florida playera para decirle a todo mundo de parte de quien venían. Enrique iba a bordo de su Mercedes en el asiento trasero. El chófer, Casimiro Álvarez, sobrevivió con la clavícula y dos costillas rotas. Eran las tres de la tarde a la hora del atentado. Hacía un sol radiante, el primero del año me cae.
En el funeral me enteré del suceso. Yo había asistido a la funeraria a raíz del aburrido deceso de un familiar de noventa y tres años. Aquellas muertes, anunciadas antes de cualquier olimpiada aún por suceder, generan que el tiempo en tales recintos se extienda interminablemente. Por eso, me puse a rondar los pasillos hasta el velorio de Enrique Yañez. Había unas ochenta personas presentes. Todas llorando e injuriando la violencia en este país. A ni uno sólo le hacía sentido el deceso de aquel hombre. Era exactamente lo opuesto al réquiem de Herminda, la hermana mayor de mi madre (que murió hace veintitrés años y decía que Herminda ya estaba muy vieja para seguir viva). Por eso me instalé en el funeral ajeno. Por supuesto que nadie llegó a solicitar mi derecho a estar ahí. El mero riesgo a la torpísima situación que se generaría si yo llegaba a responder que era el gran amigo de la preparatoria o un cliente de años bastaba para que nadie lo hiciera. Me fui enterando de características aisladas: era un gran jugador de dominó, un tipo puntual, no cuidaba mucho de su salud pero sí de su apariencia, era un apasionado de los automóviles y relojes de lujo y, el dato más importante, era un fabricante de corcholatas.
En este universo de los monopolios, cada vez que escucho que alguien sobrevive siendo un empresario hormiga me brota una comezón sospechosista que sólo someto con una investigación morbosa con mis amigos los notarios, los contadores, los pandilleros y los otros chismosos como yo: los periodistas.
En la mañana del jueves, archivada eternamente la muerte de Herminda, me puse a rascarle al nombre de Enrique Yañez. A veces, me odio muchísimo, pienso en lo inútil que son mis textos y en cómo el grueso de las ocasiones sólo encuentro verdades rocosas, incómodas, inútiles e inhumanas. Pero mi patología es más grande que yo. Más bien, es la bandera y el escudo de mi identidad. Yo no creo ni en las religiones, ni en los deportes y la cultura me da franca hueva. Ser periodista es lo único que realmente soy. Por eso pude dejar mis dudas personales a un lado cuando vi, desde el primer instante, que el decimosexto productor y noveno distribuidor de corcholatas de la región no podía, ni debía, bajo ningún escenario, ser víctima de la muerte a bordo de un Mercedes del año. Si fuera por herencia, el hombre tendría múltiples negocios. Si fuera su gran capricho, no sería un padre de familia con cuatro hijos, todos egresados de la universidad.
Las fuentes "peligrosas", las de reputación más cuestionable son las más honestas. ¿A qué se deba? No sé, mi apuesta es que la educación superior incluye una maestría en aprender a mentir bien. No me refiero a decir las mentiras con seguridad y estructuradas con lógica y astucia para ser casi imposibles de desarmar. No, mentir bien es hacerlo con convencimiento bi-direccional: al mentido -claro-, y a lo profundo del mentiroso. Las mentiras chingonas no son filosas, son una mugre fundida en la psique de su autor y él mismo tendría que dejar de ser sí mismo para poder si quiera empezar a contemplar que eso de lo que se habla no es una tremendísima verdad. Mentía Enrique Yañez; y por él y con él, mentían todos los que en el funeral se sorbían los mocos y veían con rencor el techo, como queriendo largar a dios de su fiesta favorita -o al menos en la que más popular es-.
El 'Corcholatas', como me contaron que era apodado en sus veintes, tenía un negocio sano. En efecto, supo mantenerlo a flote por casi cuatro décadas. Eso, estoy seguro, es suficiente para tener una casa y, con la ayuda de un par de becas, a cuatro hijos con título universitario. No daba para vacaciones en disneilandia, ni para comer cada domingo en el famoso 'Cortes y Gauchos', ni para relojes y carrazos; para eso no daba hace veinte años y mucho menos ahora.
Pasemos a lo relevante, querido y paciente lector -que hay pocos como usted y cada vez menos-. Enrique Yañez, en sus múltiples visitas desde bistrós hasta cantinas, se fue haciendo de confianza entre la tribu de restauranteros que rige el paladar de esta ciudad. No fue sólo Don Tomás en 'Cortes y Gauchos', fue también el JP en 'La Tribuna' y el junior Sandro en 'Las cuatro eles', entre otros, los que no sólo le confesaron que la renta por derecho de piso se había colado hasta las más altas esferas de establecimientos de comida, sino que le mostraron las amenazas redactadas. Todas venían acompañadas de una pequeña bala .45 ACP con casquillo dorado y chata cabeza de cobre. Para los menos siniestros permítanme explicarles que esta bala es justo el modelo que el ejército yanqui desarrolló a partir de la guerra con Filipinas. En dicho conflicto, el soldado americano solía 'batallar' con el enemigo que -ya sea drogado, empoderado en su ideología anti-imperialista o ambas- no caía fulminado con el primer balazo. Esta 'amarga' experiencia los llevó a crear el .45 ACP, una bala cuya característica principal es no necesitar más de una para matar de un tiro al contrincante.
Seguramente para aquel entonces, el 'Corcholatas' ya deducía impuestos de forma ilegal y contrataba a menores de edad para pagarles menos del salario mínimo. Yo sé que la mentalidad chueca sí se manifiesta de forma espontánea, pero el plan denota a toda luz que este individuo llevaba varios giros de torcidez; de lo contrario no hubiera ido a tocar las puertas del narcotráfico de buenas a primeras. Además, si no cómo es que ya había empezado a codearse con los anfitriones del vicio para enterarse del sistema de amenazas por parte del crimen organizado. Mintió Enrique Yañez toda su vida, a él y a los suyos, que le mentían de vuelta cuando no cuestionaban los lujos con los que los apapachaba cada fin de año o en bodas y bautizos.
Lo inmediato fue ir a un proveedor de balas, Munición Valenzuela, con oficinas en la salida a Villa Caliente, y hacerles un plan de negocio. Vaya usted a saber cómo logró una cita con el 'Ricky', el capo de la plaza oriente de la ciudad, pero también lo logró. El esquema era fácil de entender y aún más sencillo de implementar. Yañez entonces era el comprador, por contrato a veinte años, de todas las balas con fallas de fábrica de Munición Valenzuela. A su vez, el le administraba las balas al Ricky para que las amenazas a locales y empresas no gastaran 'bala buena', que al final, era una pérdida para la mañosa organización. Absolutamente todos ganaban, bendito el ingenio de todo aquel que apenas acaba la prepa.
Sus bodegas servían no sólo como almacén sino como lugar de intercambio: plomo atrofiado por plata agraviada.
Todavía le dio tiempo a Enrique Yañez de renovar el contrato a veinte años una vez. Se aproximaba la negociación de su tercer término como abastecedor de amenazas huecas sólo en pólvora pero retacadas de paranoia y miedo para quienes las recibían. Seguramente alguna cláusula en la que no hubo convenio fue lo que determinó su ejecución a plena luz del día. Ni me supieron explicar a raíz de qué suceso lo mataron ni me interesa. A usted noble leyente, le sobra el dato yo diría. Porque la atención suya, mía y de todos debería estar puesta ni si quiera en la violencia con la que ajusticiaron a este rufián, sino en la gran mentira que es él, todos los que lo conocían y le aplaudían y que son los muchos empresarios de cuello blanco que gobiernan a mano izquierda esta metrópolis. Son los mismos que suscriben las leyes de pena de muerte que hoy mismo se votan en el senado. A mí me da igual si matan a todos los matones de este pueblo, pero no puedo permitir que lo hagan a cuesta de los flojos y farsantes que manejan carros de lujo por nuestras siempresucias avenidas. Hay valores más necesarios que la vida para esta cutre urbe. La verdad es uno de ellos. Es a través de ella que podremos enderezar las esquinas que sabido cortar la indigna sociedad de la que somos orgullo, rebaba y ceniza misma. A los que aún siguen aquí, ahí les va una idea.
Enrique 'El Corcholatas', ese que iba a devorar cenas de treinta y cinco mil pesos a los mismos restaurantes en los que anclaba su negocio de amenazas baratas y a consentir a su mujer, hijos y sobrinos con dinero canceroso, fue fusilado por la débil justicia natural que ahora sólo sabe avanzar con ironía por bastón y fulmina a un mentiroso a cuatro balazos verdaderos, costosos y ojalá que con más relleno que pólvora para un tardío despertar de nuestra población citadina.