jueves, 30 de noviembre de 2017

Prisa querida


En el mismo día Héctor pasa de sentirse el hombre más afortunado del mundo al más miserable del universo; todo esto sin tener que salir de casa. Se siente un estúpido hasta dañar su orgullo. De un latigazo se recupera hasta saberse superior a los demás. Entonces el peso de la modestia lo reprime. Se distrae, sabiendo que su cerebro y el de todos opera mejor sin las agresiones del autoritativo ego. Se detiene. Mira por la ventana hacia otra que da al patio interno del edificio. Intenta calificarse objetivamente sin pedir ayuda a nadie, ni al espejo. Tal vez su mente es distinta, capaz de crecer a voluntad no a pesar de las inflexiones ambiciosas de una voz que jamás ha oído, sino a raíz de ellas. Si ese fuera el caso no tendría que estar ahí, bajo el yugo de los retratos familiares. Aquellas fotografías en blanco y negro, devoradas por soles que él no vivió, lo miran con paciencia. Después de cuarenta años analizando sus pasos aún antes de darlos, hoy Héctor camina menos cada día. Hace garabatos. Ve el reloj. Toma agua por recomendación médica. Sospecha que debería de regar la única planta del cuarto pero no lo hace. Ignora la comezón que trepa por su cráneo, cada vez menos poblado de los rizos que alguna vez lo volvían en un personaje de las calles de la colonia. A un lado del escritorio está la pistola. Lleva semanas sin ser movida; al grado que empieza a empolvarse. Abre el clóset. Entre los zapatos y los pantalones está el maletín con las pastillas. Abre la regadera, el banco de plástico paso de ser el peldaño necesario para morir a una repisa de shampoos contra la caspa. Regresa a su escritorio, el garabato hace que la carta sea ilegible. Tendrá que escribirla de nuevo. Otra vez se asoma al reloj. Nunca tales números le dieron buenas nuevas, sólo agonía y prisa por razones caducas. Hoy otra vez no hay tiempo. Arruga la carta y la tira al bote. Héctor camina por el pasillo hacia la cocina. Lleva la jarra vacía que debe rellenar dos veces cada tarde por recomendación médica. Avanza por el mosaico y se repite: ser un hombre de muchos problemas o existir en abundantes versiones mías, lo suficientemente entendidas como para poseer un sólo conflicto. No es pregunta, ni explicación, es sólo un fraudulento .

miércoles, 29 de noviembre de 2017

a galaxias de distancia;


Con las manos frías de ya no saludar, Eugenio se masajea la cabeza para exprimir una idea que se deje abrazar. Es uno de tantos hombres y mujeres formales que huyeron de su infancia y no creen en la paciencia. Por eso niegan el caos sin creer en la autoridad. Esos adultos formales, como Eugenio, vienen a mi calle y se meten a mi casa porque yo no sé dejar de hablar. Creen que soy como ellos pero un estúpido pánico escénico no me permite confesar. Jugamos a las sillas, entre Brahms y Schopenhauer, castigando a los más lentos y con nada qué premiar. Eugenio espera a que llegue el resto. Yo no quiero descorchar una botella más. El mira por la ventana y bufa ante peatones a galaxias de distancia; y yo, lentamente, voy a abriendo plática y sabiendo, que de esto nunca voy a descansar. Me iré haciendo pequeño. Los huesos y el cerebro son los más puntuales a la hora de quebrar. Sin esa idea que a uno catapulte al inexistente olimpo filosófico, seremos tan insustituibles como arena seca inalcanzable para el mar.

Cuando dos espejos se miran cara a cara


Quería que te acordaras de algo que nunca nos pasó para que esas tardes que se escurrieron entre mis tontas presunciones tuvieran más relevancia. Quería que te tardas más en olvidar que antes de este final, tuvimos el comienzo perfecto; uno meritorio de jamás ser fusilado con este punto final.

martes, 28 de noviembre de 2017

Rodillas raspadas inatendidas y olvidables


Te quería decir algo pero ahora hay que esperar a que se acaben los comerciales. Te quería meter en mis pensamientos pero ahora, ahora que el futuro invadió este instante, ya no tiene sentido. Pretendía que nos fuéramos de vacaciones, que aprendiéramos un nuevo idioma, que nos pintarrajéaramos la piel; pero qué prisa puede haber ahora que ya somos inmortales. Tarareaba una melodía que pensé que se podría llamar igual que tú pero si no cabe en tu disco duro sospecho que no tendrás tiempo para memorizarla. Podríamos estar desnudos en una cueva, mascando plantas, viéndonos y oliéndonos; pero desnudo no es no traer ropa, es habértela quitado. Ahora sólo me queda extrañar, desde todo lo que ya poseo, todo lo que tendré en el futuro pero aún no tengo.

martes, 21 de noviembre de 2017

Bichitos


Muriel veía los bichitos salir de la tierra. A veces entraban de vuelta pero la mayoría salía. Lo comprobó el día que a causa del smog se quedó en casa y pasó toda la mañana con la cara pegada al jardín, estudiándolas. Así aprendió que no era una cosa de horario sino que había un éxodo incansable de bichitos. Recordó que a su tío Ernesto, el hermano solterón de su mamá, le daba por esconder cosas enterrándolas. Más chica le había ayudado a sepultar una tetera y apenas el último verano habían cavado una fosa para la colección de novelas de la abuela. Si en cada familia había un Ernesto, bastaba para que el subsuelo del planeta estuviera cargado de todo tipo de cosas: guitarras, raquetas, cuchillos, pinturas y animalitos de peluche rotos. Por eso ellos salían todo el tiempo. Por eso se morían afuera de su casa que era ahí abajo.
Luego, cuando pasó a quinto, fue que se murió Leo. Todos lo conocían porque llevaba un pequeño tablero de ajedrez y escogía a un contrincante para jugar una partida cada recreo. Ella recordaba que aún habiendo perdido las tres veces que la había seleccionado; estuvo más cerca de hacerle jaque que muchos que habían jugado diez o quince veces. Ese día, tampoco hubo clases. La mayoría de los compañeros se quedaron en sus casas. A Muriel su madre la obligó a ir al funeral. De camino le contó que había ido al funeral de su abuelo cuando era nena pero para ella este era el primero. Todos lloraban, tanto que los suéteres y camisas de los señores servían como pañuelo más que para taparse. Ella se agarró fuerte de la mano de su mamá y antes de que terminara la llevo de vuelta a casa. Le pidió que se quedara en el cuarto de la tele, que ella tenía que volver al funeral. Igual Muriel salió al jardín. El coche sonaba lo suficiente como para ella meterse a ver la tele antes de que su mamá se bajara del auto. Con el dedo sirvió de puente para unas seis hormigas y dos cochinillas. Todas sin maleta pero tampoco con ganas de regresar a los caminos que las habían llevado a la superficie. Muriel pensó que no había nada que no hubiera sido escondido bajo tierra. Todo lo que existía arriba, lo había abajo. Su mamá tardó varias horas en volver y el frío la hizo notar que a falta de tierra que los cubriera a todos, el mejor mundo era subterráneo. Luego pensó que precisamente a Leo, lo habían pasado ahí abajo. Seguro no sería fácil jugar al ajedrez debajo de la tierra pero allá también deberían de tener buenos juegos. Escuchó las llantas y corrió a su cuarto. Escondió la ropa y se puso el pijama. Su mamá llegó a darle un beso en la frente y rezaron juntas. Ya con la luz apagada Muriel analizó las oraciones. Mencionaban demasiado el cielo. El calor era algo malo y como, lo había visto recién en quinto, al centro de la tierra no había nada que no fuera fuego. Por eso todos se querían salir de ahí abajo. O tal vez, a diferencia de los funerales y lo que hacía Ernesto, los bichitos enterraban a los suyos afuera para que la lluvia los devolviera al cielo.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Invadido reinvade


Soy plástico caro, tú polímero barato.
Y ni a mi sobra, ni a tí te alcanza.

lunes, 6 de noviembre de 2017

también conocida como la isla de los inocentes


Esta mañana fue hallado el bote 'La Mariana II' encallado en la isla de San Benedicto, también conocida como la isla de los inocentes. A bordo se encontraban los cadáveres de nueve personas, todas mayores de edad. La búsqueda había comenzado el día sábado cuando la embarcación no volvió a tierra firma como se tenía contemplado. Después de un rastreo exhaustivo sin resultado alguno, 'La Mariana II' fue arrastrada al último punto de donde zarpó antes de perderse en altamar. Las sospechas de los peritos es que Manuel M. Salgado, el capitán encargado de la embarcación sufrió un ataque cardíaco fulminante que dejó a la deriva al resto de la tripulación. Además del capitán, el resto de las víctimas son Anastasia Flores, de treinta y seis años de edad, quien coordinaba al grupo de turistas que perdió la vida con ella. La congregación de viajeros tenía la particularidad de ser víctimas avanzadas del alzheimer. Informó Susana Valdés, hija de Don Ramiro, uno de los pasajeros que murió a bordo de 'La Mariana II', que el propósito del viaje era terapéutico. El tipo de paraíso natural que supone el archipiélago de Revillagigedo, sumado a la alta salinidad del aire en dicha región del Océano Pacífico, ha probado tener efectos positivos en el freno a la neurodegeneración que sufren este tipo de demencia. Naturalmente todos los víveres habían sido agotados por lo que a plena vista sólo se apreciaban los cuerpos lacerados por el sol fulminante del trópico mexicano. En la caja de seguridad, resguardados de la trágica escena y en perfecto estado, estaban las cámaras, tabletas y teléfonos celulares de los tripulantes. La información que todos los dispositivos generaron a partir de su salida de tierra firme fue confiscada por las autoridades como pruebas en el caso legal que se suscita a raíz de la tragedia. Casi mil fotografías fueron levantadas por ocho víctimas ya que Manuel M. Salgado no contaba con un teléfono o cámara personal.

El resto era ilegible, por las tachaduras con plumón. Los ojos de las personas que salían en el retrato que acompañaba la nota tenían taches y hasta un elemento de la marina llevaba cuernos de diablo con pluma roja. Luego venía un escrito en pluma. De alguna manera resultaba obvio que alguien había recortado la nota y había reflexionado al respecto y un segundo par de manos había vandalizado el recorte con el plumón pero había respetado la reflexión en manuscrita sobre el borde del periódico.

¿Cuál era el propósito de retratar volcanes extintos si eran incapaz de recordar haberlo hecho? ¿Eran desinterados regalos para parientes y amigos de imágenes que se detuvieron un sólo instante frente a sus ojos pero nunca hicieron nido en su cerebro? El rescate de las fotos trivializa aún más la muerte de estas personas, al final se cosechó lo único capitalizable de tal viaje. Esos retratos, traducidos a líneas de video almacenadas en USB's en alguna procuraduría de Colima siempre fue lo único que iba a existir una vez concluida la excursión. Es eso o yo nada más no entendí de qué trata el mundo en el que me tocó vivir. Antes eran sólo las noches, pero ahora también por las mañanas, me confundo más y más.

viernes, 3 de noviembre de 2017

prosperitas


El niño de seis años se llama Rico. Usa la mano izquierda para apuntar. Se mea la mano derecha. El resto salpica en la canaleta de mosaico blanco edificada a una altura que da ternura. Son los baños del jardín de niños 'Girasoles'. Los alcatraces de la entrada son de plástico.
De sus tobillos, Rico recoge los pantalones de mezclilla elástica. Camina al lavabo, también erigido a una distancia mínima del suelo. Ahí, con la mano izquierda jala el tubo de metal que activa la caída del agua del grifo. Un par de chisguetazos y seca su mano izquierda entre sus piernas. Queda en el pantalón del uniforme un tenue rastro de humedad; invitación abierta a sospechas de incontinencia con un niño de esa edad. La derecha la lleva separada del cuerpo, ligeramente en alto.
Sin prisa, cruza los pasillos adornados con dinosaurios de cartón. Camina sobre el mosaico blanco. Rechinan sus tennis de un amarillo neón exagerado. Las agujetas son rosas. El nudo próximo a desvanecerse.
De vuelta en el salón K-B de la planta baja, Rico camina a su pupitre pero es frenado por Chelito, 'la Miss' de inglés. Sus dedos delgados y ligeramente arrugados lo atrapan del hombro y lo conducen hacia la pila de cuadernos calificados. Él y Ana son asignados a la repartición de las libretas.
Intenta hacerlo a una mano pero el peso lo obliga a emplear ambas. Al terminar, Chelito lo manda de regreso a su lugar.
Rico se sienta y mira sus palmas: secas, no hay rastro alguno de orina. De cualquier forma pasa su mano derecha por la mochila anaranjada de Renata. Quiere creer que su travesura, aún invisible hasta para él mismo, se ha logrado. No sonríe. Solo mira la mochila por largo instante. Luego voltea al pizarrón y se une al repetitivo coro de frases en inglés con el resto del grupo. Es evidente que las repite por fonética, no entiende lo que declama.
Cuarenta y dos años después, en pleno vuelo -sobrevolando Fairfax- Rico recuerda ese momento. Al igual que las burbujas de gas en el agua mineral, que aparecen desde la profundidad y ascienden esquivando los monolíticos hielos para integrarse a la superficie, así ha emergido ese recuerdo sin justificación alguna. Mira por la ventana. No hay elemento en la deslumbrante pradera de nubarrones que justifique el regreso de dicha memoria. Busca en el interior del avión pero no hay nada que explique que tan penosa acción haya quedado descubierta a su consciencia. Intenta jalar la sábana de la indiferencia a su posición original y regresar al estado en el que viajaba hace unos minutos. Es imposible; como quien intenta hacer la cama a media noche pero se niega a dejar de estar acostado, a no abrir los ojos.
Avergonzado, se recarga hacia la ventana. No quiere ser analizado por la mujer americana que viaja a su lado y con la cual hasta antes de la cena había tenido una conversación amistosa; en inglés por supuesto.
Tampoco quiere llegar a casa y escoger no contarle tal suceso a Natalia, su mujer. Sin embargo, es justo lo que hará: una translúcida membrana más de verdades a medias entre los dos. Se quita las gafas y mira con detenimiento las patas ambarinas, las toca y las separa. Piensa que tal vez no es un recuerdo sino un malvado eructo de su imaginación que, aburrida tras seis horas de vuelo, confabuló la historia usándolo a él como personaje central. Aún así, él sabe que aunque lo fuera, la desconfianza en su integridad no permitiría una fuga tan fácil del recién arrancado, viaje de culpa. Que tal acto no haya sucedido hace más de cuatro décadas, no significa que no pudo haber sucedido con sus manos, las mismas que aprietan el vaso desechable con agua mineral.
Rico, el infatigable penalista, es más bien un pervertido misógino de raíz. Toda su vida ahora se convierte en una suma de deshonestos actos teledirigidos para sacar adelante una reputación de no ser quien realmente es.
No importa quien la vea o en qué año aparezca, la verdad es sólo una luz.
Los recuerdos, los idiomas y las visiones, son los prismas que la sentencian.

Los enderezados olvidadizos


Si la memoria fuera alcanzable sólo para unos cuantos y la mayoría sólo pudiéramos vivir el instante presente se diluiría de inmediato el debate sobre el pasado, el temor a la posterioridad. El mercado de recuerdos sólo funciona cuando quienes los poseen entran en competencia por acumularlos. De aprender hacia a aprehendernos viajamos por una veta que une tiempos que no existen y los sutura en el quebradizo ahora. La brújula de la identidad sentencia el recorrido. Lo que con el instinto bastaba para sobrevivir ahora se contamina de apellido. Las palabras escogidas visten el significado de las guerras. La salud por la salud misma se hace banal y hoy sólo importan quienes la poseen habiendo sido enfermos; los que salieron de la sombra del ayer y con aplomo dominan el miedo que se sabe en el paladar al intuir el mañana.