miércoles, 29 de marzo de 2017

del otro lado al revés también (sin cadencia, con crecer)


Sentado en su banquito: el mocasín derecho en el pie izquierdo y por supuesto, del otro lado al revés también. Llevaba, hoy como cualquier otro día, los calcetines arrugados, las bermudas ceñidas y el cuello de la playera devastado por lavadas, jalones y un sólido uso como limpia-sudor y todo tipo de secreciones faciales.
Lento, me acerqué con el cachorrito en las manos. Alzó la cara por primera vez en días. Lo vio dormido y reaccionó nada.
- No quiero más mascotas, ya entendí.
Se puso de pie y se encerró en el armario de la cochera toda la mañana; mientras a ella y a mí, lentamente, se nos descascaraba el corazón.

martes, 28 de marzo de 2017

Cabezada


Después de una hora en la banqueta, entré resignado a la librería. Ya vi que eres un poco babas. Me dijo mi abuelo. Aún con mi cara de repudio, aprovechó su escuálido brazo envuelto en cashmir para acercarme a él. Igual te sugeriría que aproveches que estamos aquí para comprarte unos libros. Un hombre compra libros, como mínimo, para impresionar a las chicas. Ahora, tenerlos no basta, necesitas leer mínimo uno para tener qué ladrar. Me enjaretó uno de Eco en el pecho. Los otros, puedes tenerlos en el buró para sorprenderlas a la mañana siguiente. Ahí, cada quien le pueda dar su toque, pero es fundamental tener algo de guerra para afrontarlas y una novela, para enamorarlas. Puso algo de Kundera sobre el primero. El chiste es ponerle atención, primero al libro, luego a ella y por último a tus palabras. Tu abuela me traía finto y tres libros en el buró no eran suficiente. Yo tuve que llenar estantes en mi cuarto, en la sala y hasta cargar siempre con un par en la mochila. Sus palabras tenían sentido. Tomé un gordo libro sin ver la portada y lo jalé hacia mí. Sin voltear siquiera lo regresó a su lugar. Nadie te creería hijo, no des esas mordidas que te atragantas. Ya luego podrás tener algo de los rusos y los franceses, por ahora apégate a estos. Puso cuatro más sobre los otros y me dio un par de billetes. Úsalos sabiamente y si te sobra tiempo, léelos; sólo así se te quita lo babas.

domingo, 26 de marzo de 2017

de día todavía y anoche en el coche


-Me encanta la lluvia, la amo. -Afirmó. Con ambas manos sostenía un paraguas blanco que puntuaba el caer de las gotas en nuestros oídos. Entonces fue que la odié. La aborrecí tanto que prometí terminar con ese paseo lo antes posible y no volver a verla nunca.
En la noche -alumbrada por destellos de farol que reviven en cada charco- me acordé de lo que eras: ese calor que le sobra al día, un bochorno azul después de un melódico atardecer naranja.

viernes, 24 de marzo de 2017

de cariño corcovado


El día que me empiece a morir vamos a estar juntos.
Y si no sucede, entonces ya pasó, ese trágico momento que de la vida nos arrancó a un terreno soñado.

En la mirada, un poco más ligera pero también algo más pesada, se comienza una carta.
Así cada palabra, cada acento y cada coma, se tornan en una broma, ácida e iluminada.
Sin remitente, los recuerdos de hoy ahí naufragan y se rescata el aroma de tu boca silenciada.
Hoy huyo de los trazos de tanta pluma loca que anda suelta por la calle, sin puntería al detalle.
Es por eso que mi letra, ebria de tu regazo, se concentra sin haber vivido en no ser sepultada.
El papel, herido sin poder sentir, se impregna de tinta que en cada maroma, de ti se hace apropiada.

El día que me empiece a morir vamos a estar juntos.
Y si no sé que decir, recuérdame estas líneas que pude concebir, por no poder tenerte ahora a mi lado.


miércoles, 8 de marzo de 2017

mi inoportuno acto


Desde el estudio de mi padre se alcanzaba a ver un pedazo del cuarto de tele del vecino. Ahí, los domingos en la noche, el hijo mayor de ellos se sentaba por horas frente al televisor. Lo ignoraba la mayor parte del tiempo, más bien mandaba mensajes en su celular y fumaba marihuana hasta pasada la media noche. Era el árbitro de la liga de los fines y se pasaba las horas siendo insultado de mil maneras, desde las más ingeniosas hasta las más burdas. Todo mundo sabe que los árbitros tienen errores, pero esa justificación no era suficiente para las incontables pifias de ese sujeto. Él era un pésimo árbitro; tan malo que ya nadie se atrevía a ofrecerse como su remplazo por la sospecha de que los agravios venían con el silbato y las tarjetas.
Hace un año se enfermó un par de semanas y se tuvo que suspender la liga. Desde entonces intentó un par de veces retirarse pero los más tozudos del barrio de un par de puñetazos y patadas le devolvieron las ganas por arbitrar.
No sé bien de qué estructura biológica deviene el que alguien tan agachado sólo genera una aversión hacia sí mismo que se traduce en mayores estímulos para que se mantenga el estado de humillación. Quizás es una reacción de manada por eliminar al más débil, al zoquete del grupo, aquel que compromete el éxito de la comunidad. Ése era el hijo mayor del vecino en este caso, un tibio papanatas que hablaba poco y lo poco que decía se usaba para minimizarlo a él o como materia prima para insultar a otros.
A mí, como a muchos otros, nos sacaba de quicio su presencia. Nada más verle generaba un estado de roña por no verlo reaccionar con violencia a los ataques. Lo peor era cuando respondía y le iba peor, eso sólo acentuaba nuestra ira.
Jamás se nos ocurrió ayudarlo. Al contrario, cuestionábamos cínicamente cómo es que permitía haber pasado de ser alguien insultado a ser él mismo el insulto que se lanzaban los demás.
Un domingo, por mera aburrimiento, le aventé desde el estudio el yogurt que merendaba. No le pegué en la cara pero batí su sillón y sudadera. Alzó la cara con miedo. Lo ofendí con un gesto de mano. Caminó hasta su ventana.
- ¿Tú qué crees, qué no jode?
- Ahora resulta que te fastidia que te humille la gente maricón.
- ¡Pues claro que sí idiota!
Como si mi cerebro hubiera tenido que escucharlo para siquiera considerarlo, me quedé sin palabras. Él cerró las cortinas para no verme. El lunes de salida a la universidad le dejé mil pesos que tenía ahorrados envueltos en una liga sobre el tapete de la puerta.
Incapaz de saber cómo dejar de sentirme culpable, mucho menos de cómo ayudarlo, me mudé al siguiente semestre para no verle más ni acordarme de mi inoportuno acto.

viernes, 3 de marzo de 2017

la cofradía del inconstante arrepentimiento


Tú por mi futuro, te bates y te empuercas con el pasado que nos acecha.
Por eso digo no a los monumentos. Lo que no es generosidad son gracias incompletas o inexactas.
Inmolamanecer-doloiantiempcipazación-montaje de la surrealidad-modorróbito-despeinvolución

jueves, 2 de marzo de 2017

Sin dar trato


Y porque discriminas no convives con el discriminado,
no lees lo que no es de tu interés (no lees mucho la verdad),
no viajas a lugares que no te son previamente conocidos o traducidos por otros como tú,
no te mantienes actualizado en nada que no sea de tu beneficio o perjuicio directo, no te expones.

Discriminas como causa y como consecuencia de tu discriminacion.
Sumas tus preconcepciones discriminatorias a tu realidad -discriminatorio producto de la primera-
y al juntarlas, crees (o te crees) que eso es la evidencia de tu discriminatoria verdad.

Discriminas porque discriminas desde antes de discriminar.
Discriminas después (y otra vez) de discriminar.
Discriminas al discriminado porqué sí ¿y porqué no?

Me hablas mal de una película que no has visto, y te ofende que no me tome en serio tu preconcebida y frágil veracidad.

nada más no


Los que antes de entender la vida tienen que saber la muerte... y los que nada más no.

bucólico aserrín


Nunca se perdió ese albanene que nos separaba, que hacía nuestros actos ligeramente menos reales. Ahora, ante el eco que emana de la duela que une los pasillos deshabitados de este edificio, nos queremos más. Sin embargo no lo suficiente como para hablar el mismo idioma.
Eso éramos antes y seremos por siempre: una conversación con subtítulos, una traducción en dos vías simultáneas que se deja seducir por verbos semejantes pero nunca realmente idénticos, semi-compatibles y/o infieles a un mismo sentido.

Esquela digital de otra víctima del blasfemo orden


(Una ama de casa sale de su garage, lleva al niño dormido en la silla para infantes y, mientras baja el zaguán automatizado saca de su bolsa de piel un celular en una funda de cuero plastificado y se deja absorber por la pantalla. Su impensando instinto de conductor moderno le permite frenarse lentamente frente al coche que le impide incorporarse al carril sin alzar la vista.)

El día que hubo el exacto número de coches que abarcara el 100% del asfalto de la ciudad, el día que el tráfico dejó de ser tráfico para convertirse en el estacionamiento más grande del planeta, esa mañana nadie cayó en cuenta del atascadero porque justo fue la misma fecha que la epidemia de las selfies conquistó a la población chilanga.
Iba yo caminando entre los claxonazos y esquivando los hombros de quien avanzaban por la acera con la mirada fija en el monitor de sus teléfonos cuando de repente llegó un silencio abismal. Un par de gorriones platicadores y los tenues 'clacs' de los celulares que no estaban en modo 'silencio' era lo único que se alcanzaba a oír. Chapultepec, de punta a punta era un atolladero de coches y microbuses sentenciados contra el piso por el sol de las once de la mañana y la rotunda imposibilidad de avanzar un sólo metro hacia adelante. Y sin embargo nadie resongaba de ninguna manera. Primero me fije en el interior de los autos: un microbus lleno de personas mirando fijamente hacia el suelo y moviendo ambos pulgares con soltura, como para abrirse camino en el entramado de la red; taxis donde el chofer y el pasajero se ignoraban por completo al estar absortos en us teléfonos; coches con grupos de jóvenes tomándose retratos con el celular y aplicándose 'filtros de perrito' sobre sus infantiles expresiones.
Afuera era igual: vendedores ambulantes que se retrataban unos a otros, barrenderos que con audífonos puestos y recargados en sus botes con llantas ni veían, ni oían lo que acontecía y una serpenteante fila sobre ambas banquetas formada por peatones, policías incluidos, con la cara ligeramente iluminada según el tamaño del monitor que cargaban en sus manos.
Yo también tengo teléfono y automóvil. Fue la ingrata providencia la que me tenía a pie a causa del doble no circula y sin pila de teléfono. El flashazo de orgullo de estar fuera de esa patética postal de primates dominados por la misma tecnología que ellos habían inventado se convirtió de inmediato en pánico. ¿Estaría yo solo para siempre? ¿El sacar del trance a cualquiera de ellos sería tan peligroso como el despabilar a un sonámbulo? ¿Sería el frío, el hambre o unas tremendas ganas de ir al baño lo que desataría una reacción en cadena de "despertares"? Recuerdo haber leído que algún japonés murió de agotamiento tras jugar un videojuego ininterrumpidamente por tres días. Tal vez algo similar ocurriría aquí, donde, en un cierto número de horas, el fin de la pila de un teléfono desataría una oleada de furia y hartazgo que recién había empezado a contenerse.
Más que un sólo factor como fuerza detrás de la ira sería la suma de todos los posibles escenarios. Ante mí vi ese globo de berrinchudo enfado por no tener pila o señal y estar atrapado en un auto con hartas ganas de mear, una soberbia hambre y el calor de los cientos de miles de motores alineados, empezar a llenarse. Lento y con empeño, esa membrana invisible ya había comenzado su camino hacia la explosión.

Sin teléfono para pedir un úber ni calle que lo pudiera traer a mí, corrí por la avenida. Doble en Cuauhtémoc y me asusté aún más de confirmar que ya todo era igual. El tedio como fuente del peligro con el empoderamiento urbano del siglo veintiuno como catalizador de una revolución voraz, un choque bélico que acabaría con todo y todos. Mientras corría miré al cielo, tal vez alguien en la procuraduría había alcanzado a prever esto y había ordenado una lluvia de granadas para acelerar el curso letal que venía en camino. No se veía nada, seguro el mismo procurador se había distraído con algún mensaje de whatsapp antes de lanzar la orden. Eso significaría que la brutalidad del fin sería mayor. Mujeres de traje sastre mordiendo las manos de un conductor para hacerse de su cargador; niños atropellados por ambulancias intentando salir a como de lugar de la caravana; un nódulo de peleas a muerte al interior de un microbus siendo sacudido por vagos claman por comida; sería el asqueroso punto final a esta urbe.

En una esquina me frené a ver el monitor de una atractiva chica que, sin dejar caer su tapete de yoga miraba su teléfono aterrada. La noticia era justo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Aparecían como nota al pie de la imagen diferentes twits que la gente mandaba a una televisora que funcionaba decapitada: aparecían en pantalla los mensajes y tomas que la gente cubría desde el cráter metropolitano que estaba por estallar. #tráficomaldito, #aquínomás #quéganasdeunahamburguesa #sóloenméxico. Ese último fue refutado por otros mentadas de madre en diferentes idiomas que enseñaban que lo mismo estaba pasando en Los Ángeles, Estambul, Tokio, Beijing y El Cairo, entre otros. Cuando la cobertura realizada por cámaras amateurs volvió a México, estábamos ella y yo siendo filmados. Alcé la cara, desde un balcón una niña de doce años apuntaba hacia nosotros. #Losnovios puso en su envío. Por más que era una excelente excusa para hacer de esto una escapada romántica con la sensual vegana, decidí condenarla y mejor huir solo.

Corrí por la avenida por treinta minutos, nunca dejé de ver las escenas repetirse alto tras alto, de esquina en esquina. De cualquier manera estaba demasiado lejos para llegar a un llano morelense que me permitiera estar lejos del estallido cuando eso ocurriera. Mi condición de fumador estaba por sentenciar mi aparatosa muerte. Empecé a ver a niños grabar sus pequeñas cápsulas de Vine al tiempo que muelleaban la cadera para tolerar las ganas de ir al baño. El fin estaba cerca.

La única manera de sobrevivir sería obligando a la gente a unirse en el primer cuadrante del centro histórico. Imaginé que si todos se concentraran en la Alameda, quizás el falso suelo de esta ciudad finalmente daría pie a un socavón que al mismo tiempo eficientaría la muerte de varios miles, devoraría un vasto número de autos (y quizás se restituiría el caos vial usual y no el closterfuck que se había logrado) pero sobre todo, me permitiría salir vivo hacia a el Ajusco, el Tepozteco o el mismo Popocatépetl. Encontré un cibercafé a las afueras del metro Eugenia. Ahí, desde mis redes sociales, reviví el hashtag del gasolinazo y convoqué a "la sociedad civil y a activistas, a todo aquel que cree en México" a marchar a la Alameda de inmediato. Para lograr el impacto mediático que necesitaba para lograr viralizar el mensaje falsée una imagen de Gael García haciendo la convocatoria. Le di al enter y salí a la calle, esperanzado de que mi solución funcionaría y a la vez, listo para morir en las manos de millenials uniformados en pantalones y faldas cuadriculadas de la secu 45.

(En la página panteón.org.mx, cuando no está saturada de los cientos de miles de decesos ingresados por ciberactivistas, se alcanza a cargar esta página en monitores cubiertos en baba, meados y sangre.)