miércoles, 16 de mayo de 2012

Niña Ballena

Todo es más difícil estando en tierra para ella, todo menos cantar. La niña ballena, de ojos minúsculos y sonrisa de un centenar de dientes, es más diferente de lo que ella sabe. Para cualquiera que queda en esta isla resalta a primera vista. Tal vez, los más imprecisos, la ven con repudio al principio; pero todos terminan por ceder ante la tierna sonrisa.

Enfermedades las tenemos todos. Sin embargo, hay las que son más cómodas, más íntimas o más superficiales. La niña tiene el doble de problemas, los que acarrea de la vida submarina y los que le imponen los callejones angostos de esta ciudad inventada. Con el doble de problemas, viene el doble de virtudes. La niña no es la excepción.

Nuestro apetito, la forma tan bizarra que alcanza a tomar nuestro cuerpo -más en las coyunturas-, los recibimientos y las despedidas incómodas; de todo pedimos prestado para acomplejarnos de vez en vez. El complejo no es percatarnos de que nuestra dentadura es la más antiestética del barrio. El complejo es salir a la calle buscando que nadie en el barrio lo intuya.

A la niña ballena le sobran vertebras. Se nota desde el otro lado del patio. Su piel no es de este espacio; y si lo es, entonces no es de este tiempo. Así como el ronquidito que emite al dormir es una verificación de su radical extranjería respecto a esta costra terrestre. No obstante, lo primero que hace al abrir los ojitos es suspirar una sonrisa inquieta. Si me preguntan a mí, nada podría ir mejor con ese pijama tapizado de avionetas.

Con lo que le cuesta subirse a la silla para darle el desayuno muchos se desesperanzarían. Reconozco que a mí me era díficil aguantar la escena. Me pellizcaba el corazón de una manera cruel verla batallar. Hasta que me di cuenta que díficil es sólo falta de costumbre. Ella sigue madrugando todos los días ansiosa de mis reconocidos waffles y yo me tomo el tiempo de decorar la miel mientras ella escala el banco.

Yo ya no aguanto la enfermedad. Los carteles que ondean, desde el alcantarillado hasta las antenas de rescate, me tienen mareado. Las ronchas que brotan a partir de este viento acartonado tan moderno me esta robando los últimos ratos de sosiego*.

En esta temporada de dos soles, tal vez la última para mí, recapitulo al verla. Divago en el tiempo que me comí a bocanadas, en las apuestas que por suerte perdí, en las penumbras con las que alcance a fundirme en busca de respuestas y en los padecimientos que a cambio de mi energía me encomendaron nuevas preguntas.

Después de varias veces de volver a empezar me acabé dando cuenta que el objetivo final es justo ése: tener la oportunidad de arrancar de nuevo. Y ese mínimo porcentaje que se queda para el inédito primer round es la vida, son los amigos y es la suerte.

La niña ballena lleva ya varias etapas acá conmigo. Ya no le quedan más. No como niña, tal vez ni siquiera como ballena. Pero sí sé donde yo vuelva a dar un primer paso, algún gusto de ella quedará en mi paladar. Tal vez la tarea de entender que las enfermedades, más allá de ser incómodas u ocurrentes, siempre son la moneda para una virtud desconocida. Aquí, con tan pocas sombras para encubrise, las enfermedades inherentes a los cachalotes acaban por ser los deseos de las muchachas de rapiña.

Ideas como estas rondan mi cabeza últimamente. Será la fina nostalgia que indica la hora de partir. Sube un sol y baja el otro.

La niña canta más bello que nunca.

¿O seré yo?
Tal vez me equivoque.
Que soy tan sólo otro hombre pez el cual su único logro fue no haber caído en la trampa.


*Antes de que se postre sobre mí, el miedo a disiparme habiendo dejado tanto rastro en estas aguas. El mito cuenta que antes funcionaba al revés, los entes vivos se sentían más tranquilos de morir habiendo acentuado lo más que se pueda su pisada.

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