miércoles, 15 de junio de 2016

el egoísmo adocenado


Es honesto y analítico, aunque no posee mucha energía. Eso a veces le toca el ánimo, pero casi siempre, es un pragmático bonachón. Estudió matemáticas aplicadas aunque ahora se dedica cien por ciento a la administración de la fábrica. Disfruta su trabajo más que la ciudad a la cual su mismo empleo lo trajo. Sin embargo, como decía su padre 'no importa donde estés si estás haciendo lo correcto'.
Excepto en época de cierre fiscal, sale de trabajar a las cinco treinta en punto. Su mujer, Eva, lo espera con un té -el sabor varía cada día- y con Víctor, su hijo de cuatro años, en la sala. Ahí siempre hace un rápido repaso de la jornada y luego, inocentemente, libera un profundo pero rápido suspiro. Como si la exhalación levantara un muro que atrinchera el hogar y deja las preocupaciones de la fábrica afuera, en la inhospitalaria calle.
En el hogar se ve televisión en horas controladas. Se merienda a la misma hora -el menú cambia constantemente aunque la rotación de ciertos platillos se ha tornado hebdomadaria-, y siempre siempre, se reza antes de dormir. Un libro, una sinfonía, cualquier lío de la cuadra o la descompostura de algún electrodoméstico son los pincelazos que aceitan el calendario y le dan fluidez al paso de los meses. La falta de la tuerca correcta, un nuevo hoyo en el jardín por Dodo -el chow chow de nueve años-, la alergia de Víctor o sus achaques lumbares son los problemas a encarar en la consabida rutina.
Las grandes victorias o derrotas sentencian las épocas de cada uno. Cuando estas no aparecen, ni se envejece muy deprisa, ni se mantiene la juventud de cerca, como que los números de la edad nada más se destiñen en nuevas cifras y uno no crece con ellas. La identidad, congelada en una foto, se va atenuando y los suéteres o las gafas o las canas acaban siendo el único rasgo para diferenciarse de alguien o algo.
El, sin prisa, saca los pies de las sábanas después de un sueño extraño. La mano, lentamente regresa de la alarma a su pijama azul cielo. El instintivo recordatorio de comprar la pomada ha sido interrumpido. Sus problemas ya son otros. No importa ni el jardín, ni la urticaria, el rechazo a bajarse de la cama son producto de las ganas de decir mentiras con las que se ha despertado.

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