martes, 31 de julio de 2012

vavacaciones

Lo empecé a odiar después que el resto; pero por lo mismo mi rencor se tornó imparable. Los ruiditos a cada momento, su hipócrita fragilidad de estómago, su sonrisita al hablar con los demás (o peor aún, cuando no sacaba la sonrisita); ya todo era un pretexto para imaginar maneras de desfigurarle la cara. Poco me importaba que fuera mayor que yo. Según el momento del día y lo que tuviera a la mano ideaba maneras de hacerle daño, de humillarlo, de mandarlo de vuelta por el hoyo del cual llego arrastrándose.
Es impresionante lo rápido que se acomodan. El primer día te imploran clemencia con la mirada y dos semanas después no te toman en cuenta ni para las gracias. Lo único que nos quedaba era criticarlo y airear el odio por las noches. Mientras el ojete dormía.
No voy a estudiar. No voy a tener dinero. Nací a cuatro cuadras de ésta estufa (la misma que uso para su merienda) y si muero lejos, no llego a que termine la loma.
Así que cobrarle las suyas y de paso todas las mías al papanatas aquel es pura complacencia. ¿Quien me va a juzgar si fui yo quien lo defendí tanto al inicio? Los lastres sólo sobreviven en la ciudad y atestados de dinero.
Éste no tiene nada.
O más bien no tenía.
Por supuesto que ése tipo ya fue. Después de semana y media de calcular si era más ameno apuñarlo, dispararle, envenenarlo, quemarlo, estrangularlo o apalearlo una noche llegue al cuarto con el ablandador de carne y me encontré a todos alrededor de su cama. Cuchicheaban que se había infartado. Claro que no. Alguien me lo ganó y con una pusilánime almohada. Regresé a la cocina y devolví el utensilio a su cajón. Me puse a menear la pasta; que si no la sopa no sale a tiempo y nos perdemos la propina.

No hay comentarios: