miércoles, 24 de octubre de 2012

Mi abuela

Tomaba brandy de un vaso amarillento del uso. Analizaba su gesto frente a un pedazo de espejo. Con un rastrillo oxidado hacía el simil de un peluquero, pero yo no ví un solo pelo caer de esa larga barba. Las canas le caían al frente y al reverso de la cara. Rasgaban delicadamente la blanquecina camiseta de tirantes. Me concentré tanto en él que llegué a olvidar la situación. Regresé al momento con los alaridos de mi madre en el piso de abajo.
Me rasqué la pierna, como para hacer algo nada más; aunque eso mismo me dio comezón. Las causas y las consecuencias dan igual en días como estos. Una nueva oleada de amargura estaba por comenzar. Específicamente durante los estados más puros de la emoción, el ser humano sucumbe. No aguantamos lo vigoroso de nada. Suceden los ciclos, camadas de emoción que nos derriban o nos levantan y a los cuales nosotros tarde o más bien temprano les terminamos por dar la espalda.
La última hora allá abajo hasta se habían escuchado unas risas. Poco antes había subido a su habitación. Mi madre me pidió que lo siguiera. Yo con miedo me había quedado sentado en la zapatera al inicio del cuarto.
El seguía inspeccionando su embrollado vello facial, cómo si pensara en quitárselo con aquel pedazo de fierro sin filo. Era imposible. Se la arrancaría quizás. Era capaz de todo.
Yo no sabía qué ofrecerle, y en las agonías más jodidas del hombre el no saber qué o cómo entregarse es de las mejores. El estómago se me ceñía de la vergüenza. Alcé la vista: una mano jugaba con el tirante marrón y la otra se postraba en la ventana. Me fijé en su flácido brazo. Luego vi el mío: tierno, parejo.
En la sala, la tristeza ya estaba bien encaminada. El viejo veía por la ventana y recorría muchos años y muchos lugares con la mirada. Se escondía en recuerdos que sólo a él le pertenecían; que nadie jamás podría desmentir o confirmar.
Me dio miedo saber que para allá ibamos todos. Yo no estoy listo. Y quizás el fue niño también, pero hay unos que nacen listos. El silencio me acorralaba.
- Abuelo, ¿estas triste?
Lentamente volteó. Quitó su camisa de la silla.
- Cariño, la tristeza es un lujo que yo no me puedo dar.
Me sacudió el pelo con su mano pesada y se puso la camisa. Salió del cuarto y se abrochó los botones mientras bajaba las escaleras, dispuesto a rescatar a su familia del mar de llanto que le pertenecía a él y a nadie más.

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