lunes, 25 de marzo de 2013

Una Llave


Empezó a correr antes de que saliera el sol. El zumbido con el que aterriza un nuevo día y el pasto que con las pisadas se convertía en rastro eran los únicos impedimentos ante un silencio total. Después de casi una hora los jadeos sazonaron la discreta mañana. Nada pasaba más allá del escapista sudoroso.

Siempre está pasando algo, pero cuando nada pasa es que todo está tan como-siempre como se puede estar.

De la chamarra color aceituna escapaban ríos de sudor por los orificios. Tanta era la prisa que en su paso jamás pensó en perder la chamarra. Tal vez a donde se dirigía la necesitaría. Lo que es cierto es que nadie corre así a menos que esté en una persecución. Vaya usted a saber si era el perseguido o el persecutor, pero aquello no tenía fines provechosos sino de supervivencia.

El sol ya estaba bien arriba y aquel había dejado ya unas cuantas montañas atrás cuando pasó ante el primer testigo. Un niño, lo suficientemente joven para no sospechar del asunto, lo vio cruzando el valle. Corrió ante sus ojos por más de una hora. Cada paso parecía que era el último de la carrera y el primero de la caída. Nunca pasó y así aquella figura dejó ese valle y se metió a otro.

Otro valle: otro mundo con otros habitantes; cada uno con una historia aparte dentro de su cabeza, de su mundo, de su valle; y que tenga el mismo nombre no significa que sabe igual.

Llegó la hora donde aquel ya traía la sombra por delante. No le importó mucho a decir la verdad. Tal vez ni siquiera se dio cuenta. Su carrera no era contrarreloj, al contrario, era más allá del paso del tiempo. Quizás ni el espacio le importaba, la geografía era tan solo una excusa entre sus largas zancadas.

Alguno que otro pastor lo tuvo cerca. Nadie se cruzó en su camino. Tampoco le silbaron. No le aplaudieron. El paso enajenado daba pie a muy pocas dudas. Había que estar ahí, en la sala de descanso del viento, para entender lo sucedido. Por momentos, en especial en las bajadas, se dejaba de percibir. Se disfrazaba de montaña y sólo estando muy cerca de las pisadas uno sentía la fisura en el impasse natural.

No era prisa. La prisa es el hambre mal entendida. Es humana. Aquel sí era un hombre pero fuera de la sombra tenía más de león que de humano. Al principio del día la cabeza apuntaba más hacia arriba, conforme fue dejando atrás la fatiga fue irguiéndose hacia el horizonte. El camino, o la falta del mismo, era constante. Fue él quien se fue acomodando a su circunstancia. No obstante lo que emocionaba era su mirada. Sobre todo durante el día era muy obvio que el brillo en sus ojos no tenía nada seguro. Quizás le daba miedo tener que frenarse algún día. O tal vez el temor venía de la posibilidad de nunca parar: una carrera eterna hasta la disolución en brisa.

La línea recta se fue encajando en la noche. No había llegado el risco, la muralla o el depredador que cortara su paso. La chamarra y el pantalón no negaban las llagas de aquel sin fin de trancos. El ritmo era el mismo con el que había empezado. Las manos constantemente asiendo el invisible equilibrio que la física da y quita a las leyendas de paso.

Las manadas, ya inmóviles, aguardan juntas el descenso de la oscuridad absoluta. Esa que en las verdaderas bestias saca en resplandor en las pupilas. Si los búhos lo permiten se perciben las huellas haciendo nuevos charcos. Los muertos ya no verán un nuevo día, en su menú tan sólo queda el descanso eterno. La noche nos confunde, nos enseña el otro lado de las sombras. Sin estrellas qué aferrar a nuestras mentes errantes, la paz, vacía y absoluta no es más que una obscena prisión.

Al final, la muda tempestad da pie a la esperanza. El primer rayo entra a la tierra. Alguien o algo se despierta desde lo más profundo campo. Los ojos, al abrirse, van velando el mundo de los sueños.

Empezó a correr antes de que saliera el sol. Hoy en día ya no se le alcanza a ver. Las montañas son su pista y su guarida. Tampoco se le escucha; mucho ruido en todos lados. Hay quien dice que se le acabó el gas, ya no camina. Otros afirman que el mar se puso en su camino; y el metió con todo y camino al mar. Otros pocos nunca compraron la leyenda. Son pocos los que saben que aún no se frena. Entienden que mientras los demás dormimos el sigue la carrera y arranca cada día en una nueva pradera. Nadie ha visto si alguien viene detrás gritando injurias o si va por delante celebrando que aún no llega su captura. Tal vez no arrancó ayer, sino antes de que la tradición se forjara a partir de aventuras.

No hay razón válida para correr toda la vida como un loco; pero tampoco hay una buena excusa para frenarse.

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