jueves, 19 de noviembre de 2015

Revés 8.1


Desde su cabaña en la costa, Epkins escuchó las noticias. Los primeros quince minutos se río con la nota. Asumió, siendo sábado, que se trataba de alguna radionovela homenaje a Wells, Welles y su invasión marciana. Sin embargo, cuando en su tímpano rechinó la distinguible voz del presidente, su conducta dio un giro. Azotó el cuaderno y se asomó por la puerta. Todo parecía normal. Las olas rompían una tras otra. Sintió con sospecha que no era ignorancia lo que le permitía al mar y al viento actuar como si nada, era más bien la absoluta certeza de que el vuelco gravitacional poco les afectaría (y vaya que tuvieron razón). Regresó a la habitación, metió sus notas en el baúl y amarró al cofre cargado de papel a la manija de la puerta con dos cinturones.
Salió corriendo de la cabaña con un machete y un par de mosquetones, no se detuvo a buscar la cuerda. Corrió por el sendero abriéndose paso con una prisa descomunal. Un par de noches después se preguntaría si todo ese apuro era para salvar a aquellas personas por las que sentía un genuino afecto o si todo era para proteger sus ocho años de investigación. Rebasó a un tremendo cerdo salvaje sin brincar a un lado. La bestia tan sólo vio al antropólogo pasar mientras mascaba algún pobre reptil.
Después de rebasar el pico del monte, empezó su descenso por la ladera. La espesa selva no permitía contactar la aldea a la distancia, pero en su recorrido, alcanzó a ver el plano donde vivían asentados los Yamoai. Quizás no tendría tiempo para convencer a todos de que se integraran a la selva, de donde se podrían aferrar a un árbol, quizás hasta adentrarse en algún cuevón cercano; pero seguro que a unos cuantos sí.
Fue un recorrido largo, sin embargo, en más de dos horas jamás se frenó a descansar. En la recta final, ya más cerca de la aldea, intuyó que algo no estaba bien porque no había cazadores en sus recorridos por las cercanías. De pronto, todos los insectos con alas, como por orden divina, se elevaron. La tierra dejó de llamarse casa y ellos fueron los primeros en dejar caer a todo aquel que no supiera volar. Correr se volvió imposible con la maleza y lianas ondulando en el piso. Como alguien que intenta correr mar adentro y su velocidad se va desplomando hasta obligar la caída, Epkins, enrollado, se agarró de un tronco y empezó a gritar. La húmeda selva crujió por vez primera y sofocó al doctor.
Aquel verde fragor de dimensiones amazónicas parece ser que se escuchó hasta Atacama. Sin embargo, él ensordeció por la agonía de no haber llegado a evitar la extinción Yamoai. Abrazado al árbol, rezó por primera vez desde el internado. Con los ojos cerrados, se sintió indefenso, como aquel niño que alguna vez fue. Aquel olvidado miedo al fin del mundo lo invadía desde los pies hasta invadirle la cara.
Aquel recóndito momento se terminó al instante que el moho en el tronco le jugó chueco a su aferrado abrazo. El universo lo reclamaba y el suelo le quedaba más y más lejos. Cayó sobre un conjunto de ramas que parecieron tenderle una red para mantenerlo en el planeta, con vida. Exhaló aliviado. Sin embargo el CHILLIDO asustado del cerdo salvaje lo hizo voltear hacia la tierra. Ahí venía, el desvalido tercio de tonelada en caída libre. Los insectos, flotando, lo dejaban morir y el cerdo fulminó la malla que sostenía al doctor; enviándolos de nuevo hacia el peligroso cielo.
Después de varios intentos de aferrarse a lianas y ramas, justo cuando se divisaba la copa de los árboles, ese fin de la existencia terrenal, el antropólogo se alcanzó agarrar a un tronco. Los profundos rasguños de ambas caídas eran irrelevantes. El agudo chillido del cerdo ahora se alejaba, para siempre. Epkins quitó una rama de su cara para verlo desaparecer.
Su estómago sintió un vacío como si todo lo que acaba de vivir hubiera sido la rutina por toda su vida. Aquellas cabañas comunales de arquitectura errante en las que compartían el techo toda la comunidad, eran en realidad una nave. Los Yamoai, abordo de una carabela espacial, conocían este momento desde su código genético. En ocho años, aquel secreto que siempre le guardaron, era éste: el pasajero mundo terrestre estaba al revés. Seguro que no sabrían la fecha, pero por lo mismo vivían preparados. Ahora el camino se corregía para ellos, que zarpaban entre cánticos hacia un lugar desconocido.
Epkins sintió el impulso de dejarse ir, de querer alcanzarlos. Sin embargo llevaba ocho años persiguiéndolos, cazándolos.
Era momento de dejarlos descansar y de volver a casa.

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