jueves, 8 de noviembre de 2012

Los Lunes

Hoy es lunes. Hace una semana, y hace dos semanas, y tres, también. Me marcaron en la tarde. Hasta ahora sigo sin saber de dónde sacaron mi número. ¿Vieron algo en mí o fue el azar quien decidió por ambas partes? Me marcaron. Al principio me negué. Cualquiera se hubiera negado. Luego me siguieron explicando el método. Hablaban con un lenguaje que no se apegaba a su profesión. Me hicieron pensar, pero más importante aún, me hicieron dudar. Desconfié no de quien yo era; sino quien yo hacía. Soy un hombre callado y eso significa ser dos personas, o al menos persona y media. La gente asume ciertas cosas de la gente silenciosa. Nos ven huecos se podría decir. Rara vez piensan que tenemos la misma cantidad de palabras adentro, sólo que por alguna razón, permanecen de un lado de la boca: intactas, más no inmóviles. Así que vacilé sobre lo que yo me merecía, lo que había trabajado, lo que había aprendido, a lo que me habían invitado. Parecía cosa fácil. Sin embargo el riesgo era importante. Poca gente, orates dirán algunos, juega a la ruleta rusa. Casi nadie estoy seguro. No obstante, sospecho que no hay un sólo individuo que no haya visto la dinámica y no haya sentido la curiosidad, el morbo de saber que se siente tal osadía. Yo soy un hombre reservado, por supuesto que nunca hice eso ni mucho menos. Quizás por eso decidí ayudarles. Era un acto sencillo, de grandes frutos y, si el filo del riesgo no alcanzaba a rasgar la pantalla de la realidad, sería una primera gran aventura. No recuerdo haber tenido algo así antes. Eso sí, les aclaré, sería una primera y última vez. Según he leído el primer error es enviciarse. Como si Dios mismo hubiera establecido que, a la gente avispada, por su naturaleza de zorros, se les diera un pase para irse impunes en la primera huída. Dios castiga la codicia, no la astucia. Así lo creía yo y por eso les deje claro que sería cosa de una vez.
Me citaron afuera del edificio. Me pidieron que fuera vestido formal. Me vestí de traje y me puse los lentes de pasta de Mario, mi difunto hermano. Fue lo más lejos que llegué con mi disfraz, por si algo salía mal. Llegué en punto. Ellos ya estaban ahí. Me dieron las instrucciones y las seguí al pie de la letra. Salí del edificio sin saber cómo íbamos. Un par de cuadras más adelante escuché la alarma. Sentí el pánico. Corrí, que a mi edad y forma es algo ridículo, para esconderme atrás de un basurero. Me tropecé con una pila de periódicos y me fui al suelo. Al mismo tiempo me pareció escuchar un tiro. No podía respirar. Recé por morir antes de que llegara la policía. Recé tanto que me acabé las oraciones, así que volví a empezar. Cuando terminé por tercera vez ya estaba oscureciendo. Salí, con mi chaqueta apestando, y caminé de regreso a casa. Escogí una ruta por calles que rara vez concurro y hasta dí un par de vueltas extra. Pusé el cerrojo. El sonido de la barra de metal cruzando de la puerta al marco me hizo sentir en prisión. Un sonido igual podría enjaular el resto de mis días. Por algo así, alguien cómo yo, ya no tiene tiempo suficiente para regresar a la libertad. De llegar la cárcel ya podría despedirme de todos mis conocidos, pertenencias y comodidades. Mis ideas, mi discurso, eso lo traigo cautivo desde que era un niño; y se irían conmigo a la celda. Mucho más de lo que he citado no tiene ningún hombre.
No salí de casa por dos semanas. Finalmente tuve que ir a comprar algo de fruta y jugo a la abarrotería. De regreso tomé el correo. En ese momento todavía no tenía planeado cuando iba a concluir mi reclusión autoimpuesta. Venía el estado de cuenta del banco. Al abrir el sobre me paralicé. Había un 'cero' de más en mis ahorros. Me desplomé en mi sillón polvoriento y releí el papel una y otra vez. Pensé en arreglar el papel tapiz. Pensé en no mover el dinero por un rato para no levantar sospechas. Pensé en comprarme unos nuevos mocasines. Pensé en una cama nueva. Pensé en irme de fin de semana. Al final fui de vuelta a la tienda y compré un vino y un paté. De regreso me puse cómodo en mi pijama y me senté frente a la televisión para regalarme mi cena. Mientras devoraba las galletitas me di cuenta del hoyo en el pantalón. Al día siguiente, sin pensarlo, fui a comprarme un pijama nuevo.
Ya pasaron unos días y hoy es lunes otra vez. Al parecer no nos van a descubrir. Nadie sabe que lo hice. Al final es como si no contara. La tensión verdadera nunca llegó. De no platicarlo podría repetirlo y los vecinos igual pensarían que fue cosa de una vez. Me pregunto si sólo marcan los lunes. O si se habrán tomado en serio lo que les pedí. Según he visto en películas una vez que estás dentro, estás de por vida.

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