viernes, 15 de abril de 2016

caída convencida


En una pista de asfalto, como zipper infinito, se abre el destierro y se van empalmando, a mordidas, las achicharradas velas del noveno pastel con las notas al pie de un examen reprobado.
La ventana corta el paso al vasto silencio que retumba afuera. Adentro, envuelto en botones e industriosa felpa, no existe el eco -sólo canciones que destilan la misma huida que consume esta gasolina-.
A ciento ochenta kilómetros por hora y sin despegar. Las llantas, soldadas a su propio rastro, dejan un trazo que pide ayuda a todo caminante que camine sobre ellas. Sin embargo esta carretera la viajan los zafados de su alrededor, el mismo auxilio que su estela reclama es el que ellos no piden, no regalan.
Concentrado en la fuerza, contenido entre la gravedad y la celestial potencia que condena, se te ha caído algo del interior; algo cuya humedad apenas suena al expirar aplanado por el acelerador. Existen gajos de vacío ahí dentro que le has ido ahorrando a tus colaterales.
Se antoja pisar descalzo el pasto, pero pesa más el retrovisor, elecciones que no lograste sacudir y ahora la velocidad arrasa.
A donde quieres llegar no hay silencios qué aclarar. Si algún día frenaras sería para que te regalaran una nueva posición, una etiqueta lo suficientemente real como para convencerte a ti mismo. Mientras, jamás te despides porque aún no has llegado. El viento es quien te da la mano.
El recorrido dura más que la luz y perdido tienes que navegar con las olas de los rayos como única brújula. Por suerte alcanzaste a oír que no es suficiente conducir. Hay que creer en el choque al que aspiras. Hay que dejarse querer por el rescatista que una noche anonima te sacará de las llamas.

No hay comentarios: