jueves, 28 de abril de 2016

desmesurada neutralidad


Yo trabajo con resinas. Hago pequeñas figuras de caballos, conejos y pajaritos. Sin embargo hoy fui a la capital, al edificio de registro de obras. Llevaba mi primera novela.
Es la historia de un hombre que se robaba, una por una, las piedras y conchas del mar que menos esculpidas por el tiempo veía y él las asistía. Las trabajaba de noche en su taller. Pulía la suavidad que las piedras ya prometían y se adentraba en las texturas que el viento y el agua ya habían comenzado a redactar en cada caparazón. Antes de que saliera el sol, las escondía en la arena. El mar mismo las destapaba cual obsequios con las primeras olas de cada día. Aquel artesano, tras haber caído en las garras de una enfermedad terminal, se hizo consciente del momento preciso en el que iba a morir. Un par de horas antes, en la soledad de su cabaña, caía en cuenta que su trabajo no había sido único, pero sí fundamental. Los espirales de las conchas, la sabia escabrosidad de las cortezas y la triturada sutileza que reposa en los kilómetros y kilómetros de arena, todo eso no era el trabajo del viento, el fuego y el agua. Era la obra de hombres como él, arrancados de sus comunidades y puestos como ofrenda a esculpir el planeta. Sus patrones eran justamente los elementos que el creía labrar. El viento y el fuego eran sus colegas de profesión. En aquel instante, el hombre percibió las grietas en sus manos, de ellas emanaban tierra y luz por igual. Corrió de vuelta al pueblo para encontrar a un joven de raíces cortas al cual pudiera heredarle la milenaria tarea. Lo encontraron ya muerto en la carretera. Lo devolvieron al mar. Y sin saber, se sentaron a dejar correr los siglos a la espera de otro verdadero sirviente de la Tierra.
La señorita de la ventanilla nueve, al leer la sinopsis en manuscrita le sonrío con verdad a aquellas páginas; no a mí, yo sólo era el carguero del documento. Sin alzar la vista, puso sellos en diferentes páginas y engrapó mi solicitud a un acuse de recibo. Finalmente me miró y me preguntó el porqué de mi letra tan pequeña. Me encogí de hombros, siempre había sabido que escribía en minúsculos caracteres pero nunca me cuestioné al respecto. Me explicó que la letra es la primera embajadora de nuestra personalidad y que mis reducidos trazos de pluma eran la irrefutable prueba de mi tristeza.
Siempre había escrito con letra chica y sólo ahora había firmado una historia que derivó de mí sin preguntar.
Tenía razón; y la compartimos.

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