domingo, 28 de agosto de 2016

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El México fronterizo del norte es un inagotable terreno que lleva una estoica e íntima relación con el silencio. En aquel imperturbable lienzo ambarino, es fácil perderse. De ahí que históricamente tantas personas lo hayan elegido como sepulcro de sus secretos.
Horizontalmente, el paisaje se parte en dos. Arriba, el fascinante azul intenso baila incesantemente con las nubes. Mientras, no para de exigir y castigar a la mitad debajo. En esa capa, la vida sobrevive. Es rastrera, espinosa y pausada; pero al acercarse, se revela un sinfín de sucesos que acontecen simultáneamente.
El terreno, a su vez se divide en dos. Los caminos rompen la uniformidad del paisaje. Unas, son carreteras que conectan poblaciones inalcanzables a la vista desde el desierto. Otras, son pistas abandonadas que confunden. Recorrerlas conduce a la perdición a quien las transita.
El panorama se desdobla una vez más acabado el día. De noche, llega oscuridad acompañada del mismo frío que antes parecía imposible. El estado de alerta persiste. Los ruidos cobran fuerza en esa profunda opacidad. Sólo a veces, la luna genera una pincelada de luz sobre la bóveda celeste que hace sentir tan ínfimo a quien la observa.
Ahí, en algún kilómetro de la 45, resiste una cantina levantada hace casi medio siglo. Siempre ha sido un lugar de tránsito e intercambio. Sin embargo, los nuevos tiempos son más intransigentes con las fronteras y ahora el conflicto se esconde en las esquinas del modesto recinto.

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