jueves, 25 de agosto de 2016

Un carnet olvidado en el interior de un libro antiguo


En algún congal de esta ciudad olvidada por los dioses, ahí viven dos hermanas. Una, lleva en cada pierna el poder de un soldado en combate y la firmeza de un estero subterráneo, inalcanzable a el hombre. Todas las noches se menea sobre un escenario iluminado con austeridad. Va zarandeando las extremidades a su antojo, siempre generando una figura orgánica, feraz; y al mismo tiempo trazando ángulos perfectos entre sus ojos y esqueleto. No tiene nombre. No como una ramera cualquiera que juega con una identidad que no es la que aparece en sus credenciales. No, como alguien que jamás ha respondido a algún llamado, independientemente de quien lo haga o usando qué palabras o apelativos; como alguien que en su mirada hay más un desierto -plano e infinito- que una bandera con un escudo. Las uñas de colores llaman la atención, no son tan largas como para estorbarle, ni tan cortas como para no ser capaces de seccionar la piel de un posible enemigo. Serpentea entre las mesas de burócratas que se sienten vaqueros. Su piel no deja aroma ni rastro, un uso abusivo de la regadera la ha convertido en un imán para la vista pero invisible para el tacto o el olfato. Con los ojos cerrados sobre la pista, los clientes aún se sienten observados. Hay los que llegan ahí sin saber de ella, también los que ya sólo viven el día porque les regala el poder volver velada tras velada. La ubicación es complicada. Los barrios se atrincheran cada vez más en esta ciudad que que jamás vinieron a reclamar los demonios cuando la relegó la luz. Y ahí, en un congal de aura espinosa, viven dos hermanas. La otra, imperceptible al mundo pero siempre a la vista de su hermana grande, hace su tarea de matemáticas por las noches.

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