martes, 24 de octubre de 2017

buhonería


No sé cuando entendí que lo que era mi vida era también la supervivencia de los míos en el marco de una guerra entre naciones. Llevábamos meses escuchando las explosiones y viendo sombras empolvadas salir de aquellos barrios, siempre con algún fluido encima, la mayoría de las veces sangre o lágrimas. Las paredes se deshacían sobre ellos y entonces respondían con líquidos. Sangraban, lloraban, moqueaban y sudaban hasta el punto donde dejaban de ser un arenal erguido. Igual eso no era suficiente para que uno se asumiera en una guerra. Hoy en día de lo que más me frena es no saber qué fue lo que me hizo decir por primera vez 'estoy en guerra'. A partir de ahí, empece a salir menos, a comer más, a hablar poco y a mirar por incontables horas el reloj de la cocina. Dormía la mayor cantidad de horas posibles. Me aterraba la idea de morir despierto, de enterarme de que el combate había llegado hasta mi habitación. Salía poco y le daba la espalda a la pared a la hora de la cena, a diferencia del resto de mis hermanos y primos. Decían mis padres que estaba deprimido. No es verdad. Todo era un inútil pero incansable esfuerzo por querer salir de aquella guerra siendo yo, el de siempre. Quise mantenerme intacto cuando desde hace mucho había sido manoseado por la vulgar lucha que venía teledirigida desde cuarteles en ciudades que a la fecha, nunca he conocido.
Mi mayor problema fue cuando colmé las horas de sueño que un cuerpo puede llevar a cabo. Después de semanas de dormir dieciocho horas en promedio llegó el insomnio. Me quedé solo noche tras noche -escuchando, imaginando, dejando de ser niño-.

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