martes, 24 de octubre de 2017

Pierrot, El Payaso


Lloraba un almidón muy particular, digno de ser industrializado. Lo hacía siempre que los absolutos sentenciaban su destino:
- La última vez que miraba a otro como él.
- Cuando uno de sus apéndices se alejaba para siempre en el cauce del río.
- A partir de ritos de iniciación que no permitían volver a jugar a ser inocente.
Nada sonaba en aquellos momentos. La sordera sólo se fracturaba con la llegada de un taladro hostil o al pasar por una tienda anunciándose a todo volumen con bocinas de mal gusto. Luego, poco a poco, la realidad lo secuestraba. Es ahí cuando más polvo acumulaba. Sus hendiduras se iban empanizando hasta que convertirse en puntos de asfixia. De ahí las sempiternas ganas de no pertenecer -ni a los muertos, ni a los vivos-. La fachada no tardaba en ceder a aquellas lágrimas de polisacáridos con las cuales nunca nadie había tejido una obra maestra. Un ejemplo de material merecedor de su propia musa. Todos pasaban de largo a aquellas excreciones sin pensarlo dos veces; todos-siempre-así, hasta el día de hoy.

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