martes, 22 de diciembre de 2015

Aceite de Roca


De niño me contó mi abuelo del hombre del fuego. En aquel entonces, ya no se le veía por el pueblo. Sin embargo, por las noches en las tabernas, los viejos, después de unos tragos, terminaban aplaudiendo sus proezas. Le robaba la llama a los mecheros. Achicharraba mosquitos de un manotazo. Crujían las chimeneas al verlo pasar.
Mis hermanos y yo jamás creímos tal cosa. Andábamos todo el verano en bicicleta; desde la cancha del campanario hasta el barrio de arriba, allá por casa de Sáulo, el herrero, y jamás vimos aquella sombra caliente de la que mi abuelo hablaba con tanto respeto.
A escondidas, una tarde de sábado nos fuimos al bosque con un morral cargado de cascos vacíos de cerveza. Nos gustaba llevarlos para después reventarlos a pedradas entre los árboles. Harto de las piedras, aventé un casco contra un tronco para verlo morir. Rebotó el vidrio. Sentí algo extraño en mi interior, un anuncio. Los demás se burlaron. Bajé por un estrecho camino entre la maleza para recoger la cerveza y cobrar mi venganza. La presencia de alguna madre que venía a lavar al río espantó a los otros. Huyeron en sus bicicletas.
Primero grité para que me esperaran. Luego corrí tras ellos y me resbalé en las hortigas. El miedo hizo al bosque más oscuro. Cuando me subí a la bici ya era de noche. Justo los vi cruzando el puente, ya de vuelta en el asfalto, cuando lo sentí a mi lado. Parecía estar sucio, por más que su ropa no lo delatara. Sonreía, chimuelo, aunque lo que carecía no eran dientes. Lo que le faltaba era impalpable. Abrió un viejo pastillero, como ofreciéndome un caramelo. Al asomarme en la cajita encontré gusanos y arañas. El tipo se carcajeaba, pero no había sonido en su risa. Pero no era mudo. Era que no tenía aire. No tenía nada adentro.
Abandoné la bici. Corrí hasta el puente y luego hasta casa de mi abuelo. No recuerdo haber gritado. Me había inyectado su silencio.
Mi abuelo, un hombre cálido que permitía a cualquier flotar en sus olas, me levantó de la cama con sus brazos. Cuando escuchó lo sucedido, me narró la mitad del secreto.
A quien yo había visto, era un hombre perdido. Jamás tuvo hogar en el pueblo. Fallamos nosotros por no recibirlo, pero afortunadamente se hizo amigo del hombre del fuego.
Finalizado el invierno, se les veía a los dos merodear por el bosque. Con el paso del tiempo, aquel joven, que nadie quiso lo suficiente para darle un nombre, se fue cubriendo de grasa para pasar el tiempo con su amigo de fuego.
Pasaron los años hasta que un otoño, el hombre de fuego sorprendió a aquel sujeto en el acto más desleal y perverso que un hombre puede llevar a cabo. Sus ojos, como brasas, resoplaban con violencia. Fue Sáulo, el herrero, quien habiendo bajado al río a calmar sus metales presenció como al anónimo huérfano, el superhombre, sin misericordia y con justicia, le metía el fuego por la boca.
De noche, arribado el invierno y exiliado su ardor, el bosque dejó de palpitar. En la taberna, los viejos debatieron largas noches sobre la traición.
Le pregunté a mi abuelo sobre la traición. Mi abuelo, con su voz de atardecer, me pidió que tuviera paciencia, que lo sabría más tarde.
Me hice mayor, dejé la bici y me puse a andar en libros. Siempre que leía historias de traición sentía cerca aquel calor. Volvía a querer creer en el hombre de fuego.
En el sepulcro de marea roja que resultó la muerte de mi abuelo, lloraban todos. Sentí aquel anuncio visceral y alcé la vista. Atrás, incapaz de emanar más dolor del que ya lo consume, estaba el hombre de fuego. Me era tan familiar verlo que preguntarle cualquier cosa me pareció estúpido. Nos reconocimos. Intuí aquella mitad faltante del secreto que me fue confiado y sin tocarlo, abracé su incendio.
*
La historia de nosotros empezó con el primer hombre que huyó de la hoguera, cruzó el mar, y del otro lado, descubrió el fuego. Por eso, a donde vayas, la flama te reclama, el calor te hace invisible y las brasas te examinan.
El fuego no traiciona, ni deshereda. Es el caprichoso deseo, encubierto de ilusión o miedo, con el que te justificas y te convences de que la culpa de aquella quemada, la tiene el fuego.

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