martes, 22 de diciembre de 2015

La puerta de una idea


Por culpa del estúpido trabajo, este fin de semana me hospedo en un hotel a las afueras de la ciudad. Le he pedido a Diana que se ocupe del gato durante mi ausencia. No somos amigos, pero nuestra saludable relación de vecinos me tiene sorprendido desde el primer día. Bastó un mensaje de texto para que Feliciano se quedara en excelentes manos por las próximas dos noches.
Mi hermano menor, que trabaja a un par de cuadras de mi edificio, pasó a saludar aquel viernes. Luis jura que no me doy cuenta que lo hace para evitar la hora pico del tráfico. No obstante, reconozco que es agradable tenerlo en casa. Estos encuentros son el bastión de nuestra nada robusta hermandad.
Aguardando mi llegada, a Luis se le ha ido el tiempo instalado frente a la televisión. En el último corte a comerciales del noticiero me ha marcado por teléfono. Le he explicado que no volveré hasta el domingo por la noche. Yo sé que le quedan unos buenos veinte minutos al atasco por ser viernes. Luis me cuenta que prefiere terminar de ver las noticias antes de salir rumbo a su hogar. Le digo que no hay problema, tan sólo le pido que no se olvide de poner la llave. Él, que disfruta de cuestionar mis actitudes, me pide que no sea obsesivo, que empiezo a sonar a mi abuelo. Le recuerdo que vivo en el centro de la ciudad y conozco las reglas de aquel ecosistema mejor que él. Con una última broma nos despedimos.
Minutos después, llega Diana de sus consultas y, antes de instalarse en su sala, prefiere revisar a Feliciano. Conforme sube los escalones, el ronroneo del televisor la incomoda.
Al mismo tiempo, mi hermano la apaga. Avienta el control remoto en el sillón y recoge su chamarra. En cuanto apaga la luz, un ruido lo interrumpe. Alguien manipula la chapa.
- ¡Ey! exclama Luis.
Diana se frena.
Luis camina lento hacia la puerta.
Diana tapa la mirilla con su mano y pega la oreja a la puerta.
Feliciano, inmóvil, observa a mi hermano lentamente sacar su celular de la bolsa. La pantalla es la única luz en el pasillo interior. Marca el número de emergencia y espera a ser atendido.
Diana, escucha a alguien llegar desde abajo. Asustada, tira las llaves.
El ruido hace que Luis cuelgue el teléfono.
Es alguien que ha entrado a su departamento en la planta baja.
Luis y Diana, petrificados contra la misma puerta, respiran haciendo el menor ruido posible.
Feliciano camina de vuelta a su colchón y se acuesta.
Recuerdo que no le advertí a Luis que Diana seguramente subiría a mi departamento así que le marcó. El teléfono vibra contra la puerta. Diana grita y baja las escaleras en dos zancadas. No tiene llaves para entrar a su casa así que sigue corriendo hasta la calle.
Luis se asoma por la mirilla. Ya no hay nadie. Abre la puerta y la azota. Sale corriendo hasta la calle.
En la abarrotería de la esquina, Luis paga una botella de agua y mira en silencio hacia mi balcón. A un lado suyo, una mujer respira agitada buscando un número en su celular. Luis saca su teléfono. Mira que le he marcado y me devuelve la llamada.
A ambos les suena ocupado, mi celular, inerte, en el buró de mi habitación. Los dos bajan el teléfono al mismo tiempo. Se voltean a ver, fascinados con la simetría de sus acciones. Luis camina hacia la avenida para buscar una patrulla. Diana se marcha en dirección opuesta, hacia la estación de policía.

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