miércoles, 20 de julio de 2016

Mucha gente tiene suerte


Mi mamá se murió en un viaje a la India cuando yo tenía nueve años. Gracias a mi papá, a una entramada conspiración familiar y creo que a un don natural por las mentiras, yo me enteré que había muerto hasta que cumplí once. Luego por diez años no se lo compartí a nadie que no fuera Lei, mi vecino. A los quince, sin darme cuenta, empezó a fluir el rencor; como una llave de agua que queda abierta mientras su dueño se va de vacaciones. De los dieciséis a los veintidós no le dirigí la palabra a mi padre. Cuando lo vi, ni siquiera fue mi decisión. Fue el funeral de mi tía, al cual sí fui requerido, lo que nos obligó a vernos de nuevo. Después pasó otro año antes de que yo levantara el teléfono para marcarle.
Le expliqué que había llegado a la conclusión de lo que es la suerte. Es que aparezca con claridad cualquier emoción o sentimiento y que suceda libre de todo ingrediente dañino. Es la alegría sin el remordimiento o la generosidad sin la preocupación. Inclusive la rabia exenta la culpa es algo afortunado.
Su deseo por protección privatizó algo que no le pertenecía. Mi justificado enojo siempre fue ingrato y simplista. Al final la responsable de haber atrincherado las navidades fue mi madre, que nada tenía que haber estado haciendo en la India; yo creo.
Los números, el tiempo y la suerte son arenosos y por tanto, solubles. Lo otro, lo de bien adentro, eso es el saldo macizo de todo lo que acaba por soltar ínfimas piedritas en cualquier pasillo o asiento. Y algún día, quizás en la India, quede un zurcido invisible a la merced de un apasionado antropólogo o de un peatón con suerte.

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