miércoles, 12 de octubre de 2016

tornillos barridos


Conocí a un padre de familia que perdió a su hijo mayor por una frontera. Cuando se despertó una mañana, el joven ya se había ido. Se fue de mojado a California. Logró no morir en el intento de encontrarlo. Llegó a California pero no tuvo suerte, tampoco en Nevada. Ya estaba en Arizona cuando le informaron que andaba por San Francisco. Al llegar ahí le pasaron el dato que se había ido a Oakland. Durmió en la calle dos días, sin hablar inglés, sin comida, sin su hijo. Cuando finalmente lo encontró, éste lo mandó de vuelta a casa, en el valle de Juárez. Le rogó que volvieran juntos pero su muchacho se negaba. Le preguntó que qué es lo que no le había dado como para que se fugara y el no dijo nada. Silencio de nada escuchó por primera vez este hombre, que ni su niño, ni su país tenían las respuestas que el demandaba.
Llegó con las manos vacías a casa. El mayor, desde la abundancia gabacha, le mandaba ropa de marca a sus hermanos menores. Dos años después, el más chico se le escapaba. Le llamaron un ocho de enero para avisarle que el recién partido había terminado en la cárcel. Después de deportado, todavía se echo siete años más encerrado.
La de en medio se casó mientras y ahora vive en Tampico con su marido y sus dos hijos. El mayor, aún malhora, sigue en los EUA. El chico sale mañana.
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Conocí a un niño sirio. Lejos de su patria y los fragmentos que sobreviven de su familia. Sueña con el Real Madrid y juega fútbol en un frontón agrietado. Entre sus manos sostiene siempre; su balón, el tazón del desayuno o a los perros callejeros de la cuadra. No disfruta en lo absoluto sentir ese espacio que aún fuera de su cuerpo le pertenece tanto, vacío. Juega con los otros chamacos. Es pulcro pero no demasiado. Tiene una forma especial de siempre agregar 'por favor' al final de sus peticiones y al mismo tiempo, no se preocupa por permanecer peinado; menos cuando hay un balón en juego. Pareciera un niño exageradamente normal, pero una sombra de nerviosismo lo espera detrás del frontón cada tarde.
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Me encontré un rompecabezas enmarcado en la casa de campo de mis tíos. El vidrio, con algún juego de mis primos seguramente, se había caído. Era una ilustración un tanto mediocre de dos niños campiranos recogiendo agua de un riachuelo. En la cima de un pequeño cerro, se podía apreciar un humilde molino. En la ribera un perro ovejero le ladra a ambos chicos. Más por aburrición que por interés, sobre-analicé el cuadro. Sólo así me di cuenta que en la esquina superior derecha, faltaba una pieza. Me fije en el piso pero no estaba. Alcé la mirada de nuevo al marco. Era claro que la pieza era un pedazo de nube en un extremo y la copa de un pino en el otro. La busqué en los muebles vecinos pero no logré encontrar el fragmento. Luego volví a querer ver el paisaje como un todo pero sobresalía el vacío. Hasta llegué a sentir que aquella pieza era la única importante y que seguro estaba enmarcada en alguna otra habitación de otra casa de otro dueño que no sea nada mío. De pensarlo me cabrée contra ese falso ladrón que se vanagloriaba con tener la porción más importante de un rompecabezas que no era suyo. No podía ser. No podía yo permitir eso. Me fije de nuevo en el cuadro. Seguramente había una pieza que tenía más peso que la nube y el pino. La mayoría eran fracciones muy simplistas o muy abstractas. De pronto saltó a la vista una pieza que contenía la garra del perro y la mano de uno de los niños, sobre un sección agitada del río. Era algo mucho más importante que tener, no sólo individualmente, sino alrededor suyo construido. Habiendo vencido al ratero imaginario, su mala leche se esfumó también. Y me quedé pensando que basta una pieza perdida para dejar incompletos a estos juegos, pero que no por ello se quedan vacíos. Nosotros somos al mismo tiempo, piezas perdidas y rompecabezas -siempre y casi- construidos.

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