martes, 4 de octubre de 2016

el diario de todas las noches


Por poder darles un futuro, la madre analfabeta arriesgó su vida y la de ellos a bordo de una balsa. Luego, para darles estructura, lavó vajillas por tres turnos por treinta años, todos los días y todas las noches. Ellos asistieron a una primaria digna, lejos de cualquier referencia a ese indómito pasado. También trabajaron a partir de la adolescencia para pagarse la universidad. Con casi veinte años cumplidos, ya becados, por primera vez con posesión de tiempo libre aprendieron el idioma que su madre no les compartió por falta de tiempo, por un exceso de cautela para su fácil integración y por el amor ingobernable que sentía por ellos a pesar de conocerlos tan poco.
Un domingo, de los primeros que la obligaron a descansar, mientras ella se entretenía con sus descarapelados nudillos por el detergente de décadas, entraron a la casa. Ella, con su tímida sonrisa, les pidió que se sentaran para ella ponerse de pie y en la cocina, algún platillo inventarse. Los dos le pidieron que se sentara expresándose en su lengua a la perfección.
Atrapada, maravillada y con el estómago invadido por una cristalina pompa de fulminante ilusión regresó a la frágil silla de madera.
Por vez primera, platicaron.

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