miércoles, 26 de abril de 2017

De ahí el disfrute por cada instancia fuese la que fuese


Le escondía el aparato para la sordera al abuelo y me escapa de casa después de las once. Mi padre era inexistente en Méxicodéefe y mi madre hacia su mejor esfuerzo desde Saratoga, Wyoming. Con las dos mascotas de casa muertas y sin hermanos para victimizar con inocentes travesuras, me dedicaba los fines a la maldad.
De día ayudaba a los vecinos con el mandado en las escaleras. Si me llamaban de allá contestaba con paciencia y hasta esbozos de gratitud. Jugaba los domingos de delantero y los martes de portero. Cubría a Leo cuando faltaba a su turno de cerillo en el Aurrerá. Nadie que me conociera como un 'buen tipo' podría decir bajo ninguna circunstancia que yo fuera un hijo de la mala vida en las penumbras del barrio.
Tampoco los que me veían de maldoso imaginarían en sus malviajes que yo era un normal cualquiera en las calles por el día.
Las vidas paralelas cuando se tocan, se seducen, se enredan y acaban por desangrarse mutuamente. Cuando se desconocen, el único perdedor es el sueño. Lo que me ahorraba en descanso lo invertía en acciones radicalmente opuestas. Cuando lo racionalizaba, me apoyaba en la aritmética para sanar mis dudas morales pero la verdad es que la mayor parte del tiempo ni me acordaba que yo era ambos sujetos. Me acostumbré a vivir el presente y mi tripa -sensible a ese aroma panoso que provoca el vicio- se convirtió en el timón.
Creer es como jugar con un papalote, es volar siempre desde un punto específico en la tierra y el tiempo. No hay garantías de que otro lado u otro momento sea capaz de mantener la magia o el suspenso.
Para cuando se despertaba la carcacha humana el aparato estaba siempre en su cajonera.

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