domingo, 16 de abril de 2017

Esas bolas blancas | Tan sobrias que emborrachan


Sacan de la tierra bolas de nieve, sólidas, pesadas, bebibles. Intervienen el rojo suelo para dar constancia de la magia que dioses invisibles escondieron detrás de cada verde. Las espinas desinvitan a los menos curiosos. Los tatuajes de cada penca en cambio, seducen a los sospechosistas. Al final, con una coa, un martillo y un buen olfato, los jimadores son quienes extraen la paloma del sombrero de terracota. Los quiotes, antenas satelitales con conexión directa a otros universos, bajan como manecillas de reloj conforme llega la hora del agave. Las coas afilándose y los tajadas sobre la carne monocotiledonea es la banda sonora de un amanecer que se va colando entre las puntiagudas aristas de cientos de miles de pitas. Desde la periferia, los huizaches miran celosos el romance entre los alquimistas de piel curtida y los magueyes.
Las mulas, envueltas en rígidas canastas, llevan las piñas a las cabeceras de cada pasillo mezcalero. En el proceso, levantan una sinfonía de metal y espinas. El mismo polvo que levantan a su paso las maquilla color barro. El arriero libera las rejillas y con un golpe seco caen al piso de setenta kilos de bolas blancas con un elegante garigol de verde intenso. Las más maduras sangran y uno no puede evitar pensar que quizás nosotros, los de sangre roja no somos más que eso: seres sobregestados que hemos perdido la capacidad de ser etéreos y por ende nos etilizamos; con esas bolas blancas.

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