martes, 18 de julio de 2017

Buccellato


Tenía las manos cruzadas y las recargaba sobre su cuello descubierto. El gesto parecía un moño, etiquetándola así como regalo (o postre al menos). Llevaba una escotada blusa roja que dejaba ver su piel rociada de pecas del pecho y la espalda hasta la frente.
"Qué gran aventura. Me encantaría algún día poder hacer un viaje así."
Asentí brevemente, queriendo que el gesto de humildad hiciera efervescer el ordinario carisma que poseo. Comí otro bocado de risotto y todavía con el 10% restante en la boca, sentencié: "Es una conexión especial la que siento por la India."
Se recargó en la silla. Una mujer puede o no sentirse atraída por un hombre que hace expediciones al otro lado del planeta para entender su espiritualidad. Sin embargo, no por pertenecer a la segunda tener derecho a mostrar apatía a una persona así, 'tan interesante'.
Con cierta tensión en los labios, empujando un gesto de satisfacción hacia su misterioso interior, dijo: "Ya voy viendo, eres un hombre muy interesante."
Por un segundo nadie, ni el mesero, ni los otros comensales, ni el relamido gelente, osó moverse. Supongo que algún acto inocuo inventó el piloto automático de mi cuerpo para no parecer un idiota, sin embargo yo me fui de ahí. Me largué por mucho, mucho tiempo.
Mi primera reacción albergó una incongruencia muy bien formada, casi perfecta. Por un lado el confort de tener enfrente a alguien que uno pueda leer tan precisamente como para paladear sus respuestas antes de que sean dichas, ese tipo de tácito poder le sabe bien a cualquiera. No hay que ser un cínico cuarentón en un juego de apariencias sentado en la terraza de un costoso 'ristorante fiorentino' para degustar tal menjurge en la glándula subrepticia del ego. Hasta un niño aprovechándose de su hermano menor conoce las mieles de anteponerse al enemigo. No obstante, al mismo tiempo, también señaló 'ya voy viendo'; como si yo, 'el tipo interesante', fuera más bien un modelo genérico, replicable, hasta fayuquero.
Si bien entiendo el juego de una primera cita, no soy un psicópata que malabara su personalidad y sus acciones para saciar su sed de caprichos. Por supuesto que ¿no?
Queriendo sellar esa pequeña grieta sólo logré taladrar mi identidad de punta a punta de mi cerebro.
Yo estaba ahí porque ella me había invitado a cenar, la situación no era producto de mi egoísmo.
Yo había mencionado el viaje por una pregunta sobre mi quehacer el último mes. Yo no había sacado el tema para impresionar a alguien con quien, en efecto, tenía la intención de pasar la noche.
Yo no había, bajo ningún esquema, pagado un viaje tan largo y tan costoso, como para tener anécdotas a la mano con las cuales seducir a otras personas. Es más, tan ingenuo y sincero había sido tal experiencia que el motor inicial era mi infantil gusto por los elefantes.
Por una décima de segundo mis ojos enfocan la realidad y veo que la funda de su teléfono tiene un dije con un minúsculo elefante dorado. Antes de si quiera concluir que me parecía de mal gusto poner el celular en la mesa, así como enfundar cualquier aparato y más si es a través de bisutería que pretende vender ternura y elegancia en simultáneo, antes de todo eso ya estaba fuera de ahí otra vez.
Mi viaje a la provincia de Karnataka en efecto había sido de una ilusión por ver elefantes en su habitat natural. Me parecen animales majestuosos que no sólo derrochan un poderío físico sino que su mirada posee una sabiduría ilimitada. De niño, en algún circo malparido tuve la fortuna no sólo de ver sino de ser visto por un elefante. Todo lo que no se dijo durante ese par de segundos marcó mi infancia profundamente. El miedo que sentía sólo por estar ante algo tan grande se silenció de inmediato.
Mi vida no ha sucedido cerca de animales salvajes, sin embargo les tengo un gran aprecio. Así que después de ahorrar por un par de años fui este marzo a verlos más de cerca. Acampé en las colinas de un cerro, a las afueras de un poblado que ha sido una mina inagotable de mahouts, humanos que hablan el idioma paquidermo.
En lugares así, soñar es un desperdicio. Así que a media noche salí de mi tienda. Las chicharras generaban una pared invisible que no permitía a la mente distraerse con algo que no estuviera sucediendo en ese momento. Viví, prácticamente por primera vez en mi vida, cada segundo por su valor bruto. Respiraba por la piel y escuchaba con las manos.
A mi lado pasó un elefante. Su andar era constante, parecía que más que dar pasos avanzan como una consecuencia de ir amacizando el continente. Con el mero filo de una de sus uñas hizo trizas mi cámara. Al momento era imposible pensar en algo más que sólo apreciarlo. Después, por un largo rato, ni si quiera sabía qué sentir. Predominaba una sensación de gratitud, aunque no logré saber si era sólo por presenciarlo o más bien por no haber sido aplastado por la bestia. Sin embargo, esa mágica felicidad se extinguió cuando lo vi atacar primero a un joven local que dormía en un escampado a causa de un rito de iniciación y después al ver que no sólo también violentaba al perro del muchacho sino que cuando éste se encontraba herido en el piso, el elefante sin ninguna necesidad al respecto lo pisoteaba repetidas veces hasta convertirlo en papilla.
A la mañana siguiente me enteré que el rito de la comunidad se basa justo en eso, hay noches que algún elefante se separa de la manada y ataca a muerte a todo humano que encuentre a su paso. La elección del animal marca el destino de los jóvenes que en su cumpleaños veintitrés deben pasar noches enteras dormidos afuera de las puertas de la aldea.
Sin compañero de viaje y sin foto alguna del recorrido, sospeché desde el vuelo de regreso que quizás no compartiría tal tragedia con mis colegas, amigos y familiares. Lo que me sorprende percibir es que no era por no entristecer a gente con tragedias innecesarias. Es un impulso por proteger ideas vanas que tengo sobre mí y sobre los elefantes. No me gustaría ser el objeto de crítica de llevar a cabo un viaje estúpido. No me gustaría que los auto-proclamados sensatos, priorizadores del humano en toda su existencia, me sermonearan con sus (veraces parece ser) sandeces. No me gustaría que el inocuo elefante, mi animal favorito, dejara de aparecer en caricaturas y fábulas como un animal venerable.
Volando, a doce mil metros de separación del resto de la humanidad y la elefantiza, es gratuito pensar. Sin embargo mi regreso ha estado marcado por pláticas donde termino por recomendar a la gente realizar un viaje en el que ponen en peligro sus vidas (y por ridículo que suena, no deja de comprometerse también la concepción mundial de un animal icónico y casi siempre noble).
Todo este torrente mental sucede porque precisamente estoy por dejar que una mujer que podría llegar a ser mi pareja, se quede con una idea errónea de mi viaje, del elefante y de mí.
Regreso a la cena, apenas acaba de dejar de decir '...interesante' y regresa a probar su risotto.
"Qué va, soy normal."


No hay comentarios: