miércoles, 19 de julio de 2017

Un justo muerto


Mi hermano se murió en lo que con pésimo humor se le conoce como una carambola automovilística. Tenía yo año y medio de no verlo. Me marcó su ex-mujer, que yo ni sabía que estaban separados, y me pidió que fuera a reconocer el cuerpo a las dos de la mañana. Sí venía tomado, pero como bebedor social también entiendo que el nivel etílico que tenía en la sangre no lo mató, mucho menos lo salvó. Siete personas murieron en aquel cataclismo de balatas, fierro y vestiduras hechas en China. Después de haber sido interrogado se me permitió el acceso a la zona acordonada. Deambulé entre los autos: un bocho tuneado, una Voyager turquesa, un taxi de los viejos y un par más menos llamativos. Di zancadas grandes para esquivar ropa teñida en sangre, maletas abiertas y hasta lo que aún no queriendo ver, reconocí que era una mano. Distinguí el Sentra color verde cuasi militar de mi hermano. Me supo muy mal batallar para responderle al perito rasgos básicos de mi único hermano pero identificar a lo lejos el auto que desde hace dos años, en alguna plática mundana de nochebuena se me hizo saber que quería vender.
Ahí aprendí que no viajaba solo; ni en el viaducto, ni en el nuevo camino que emprendió después de la carambola. La primera ambulancia apenas había salido del lugar, las otras esperaban su turno para subir las bolsas grises con los cadáveres adentro. Chacoteaban al calor de un cigarro los paramédicos; seguro alguna broma demasiada sofisticada para la población que vive de día. Ahí estaba "el compañero" de mi hermano. Un remanente de mirada endurecida miraba fijamente a las estrellas. Sin embargo, esa falta de fluidez en los ojos hacía parecer como si el firmamento entero se sostuviera de una microscópica puntilla de granito posada sobre su retina. Si parpadeaba él, nos acabábamos nosotros. Me asomé en la bolsa; sin duda un impulso involuntario de hermano mayor. Vi que llevaba uno de esos llaveros que conectaban las llaves en la bolsa delantera con la cartera en la trasera. Es curioso que los más elegantes y los más fodongos de esta ciudad gusten de distinguirse con el mismo accesorio.
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El día después del sepelio fui a la residencia del sujeto, Alejandro Meléndez Ochoa en Avenida Jérez 941, colonia Del Rastro. Jamás me había parado por esa zona de la capital, mucho menos por la colonia (que como bien imaginas, no era de las mejorcitas de la delegación). Desde que me subí al taxi iba imaginando en qué había devenido la vida de mi hermano como para empezar a frecuentar estos sitios. Pasé por las obvias primero: ladrón, drogadicto, prostituto, traficante o simplemente un vicioso desmesurado. A pesar de que todas me parecieron de alguna forma viables, razoné que todo el suceso y la circunstancia ameritaba algo más complicado de asimilar. Si viajaba con el sujeto a esa hora a alta velocidad quizás es porque vendrían huyendo de alguien más. Ni mi hermano ni yo somos gente trabajadora, eso hay que señalarlo. Por lo tanto estafar con la ayuda de un bajo delincuente era una posibilidad. Luego recordé que el judicial comentó que el Sentra y una camioneta Jeep Wagoneer habían sido el origen del caos. Reconozco que hasta sentí un espasmo de vanidad de hermano mayor al pensar que quizás era un asesino a sueldo y a falta de un tiro claro él y su colega habían decidido acabar con el objetivo de un volantazo.
El taxista interrumpió mi cavilar de un enfrenón y demandando con cierta prisa $155 pesos. Cuando uno de estos ruleteadores profesionales tiene urgencia por marcharse uno sabe que ha llegado al barrio y que no hay nadie en la cuadra que no sepa que el foráneo del día ha hecho su aparición. Disimulé mi nerviosismo y caminé casualmente a la reja. Las primeras dos llaves fueron desaciertos. Sentí que una figura cruzaba la calle hacia mí. Decidí intentar una última llave antes de salir corriendo. Maldigo la hora en que escogí la correcta.
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Entré al departamento y cerré la puerta. Vi el reloj, eran las 4:16 p.m.; ya muy tarde para no tener un chingo de prisa. Caminé por los cuartos pero sin tocar nada para no dejar huellas impresas; como si la policía entrara a la colonia Del Rastro rutinariamente. Iba viendo de todo: platos con comida rápida podrida, colillas de porro en el piso, fotos deslavadas en marcos infantiles, muebles que apestaban a viejo, un microondas como mesa de noche en lo que imaginaba que era la recámara y saliendo de vuelta al pasillo me detuve. Una pincelada de humor surreal en forma de póster de Mi Pobre Angelito colgaba de la pared. Era por mucho el artículo más limpio de todo el espacio. Hasta dudé si alguien había entrado esa misma mañana a pasarle un trapo encima. En la esquina inferior derecha tenía un sello gigantesco que decía "¡8va película más taquillera de los 90's! $285.761.243 USD". Así que no sólo era un póster de Mi Pobre Angelito sino que era un póster hecho nueve o diez años después de su lanzamiento en algún país latino.
Desde que mi hermano había muerto víctima de una colisión y el pobre sistema de seguridad de un austero sedán había pensado en el prácticamente en cada hora. Sin embargo hasta ese momento, no le había dirigido la palabra. Después alcancaría todavía a imaginar que tal acto había sido reglamentaria cobardía de hermano mayor.
Apenas enunciaba hacia él, la única pérdida relevante en mi vida adulta, que qué chingados tenía que ver él en ese departamento cuando de un cachazo me caí directo a la alfombra. Todavía me di el lujo de sentir asco de haber caído en tal hervidero de pelusa y colillas. Me patearon la espalda hasta que sentí como los músculos se desprendían de mis costillas. En simultáneo con un objeto metálico me agarraron a puñetazos en la cara. No siento que en ningún momento hice el intento por defenderme, ni siquiera por 'hacerme bolita'. Tuvo que ver con esto el pánico medular a la muerte y el miedo a permanecer más de un segundo vivo en ese nido de ratas. Aún así, escuchaba clarito en las mentadas de madre hacía mí que hablaban del Chicken, recién muerto hace unos días cuando estrenaba su camioneta Voyager. Entonces sí, morí porque ahí me iban a dejar muerto los tres o cuatro que me taladraban a golpes; pero yo me-morí por ser el infame que sin saber quien era su hermano, prefirió pensar que era alguien menos que él, un justo muerto.

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