viernes, 3 de noviembre de 2017

prosperitas


El niño de seis años se llama Rico. Usa la mano izquierda para apuntar. Se mea la mano derecha. El resto salpica en la canaleta de mosaico blanco edificada a una altura que da ternura. Son los baños del jardín de niños 'Girasoles'. Los alcatraces de la entrada son de plástico.
De sus tobillos, Rico recoge los pantalones de mezclilla elástica. Camina al lavabo, también erigido a una distancia mínima del suelo. Ahí, con la mano izquierda jala el tubo de metal que activa la caída del agua del grifo. Un par de chisguetazos y seca su mano izquierda entre sus piernas. Queda en el pantalón del uniforme un tenue rastro de humedad; invitación abierta a sospechas de incontinencia con un niño de esa edad. La derecha la lleva separada del cuerpo, ligeramente en alto.
Sin prisa, cruza los pasillos adornados con dinosaurios de cartón. Camina sobre el mosaico blanco. Rechinan sus tennis de un amarillo neón exagerado. Las agujetas son rosas. El nudo próximo a desvanecerse.
De vuelta en el salón K-B de la planta baja, Rico camina a su pupitre pero es frenado por Chelito, 'la Miss' de inglés. Sus dedos delgados y ligeramente arrugados lo atrapan del hombro y lo conducen hacia la pila de cuadernos calificados. Él y Ana son asignados a la repartición de las libretas.
Intenta hacerlo a una mano pero el peso lo obliga a emplear ambas. Al terminar, Chelito lo manda de regreso a su lugar.
Rico se sienta y mira sus palmas: secas, no hay rastro alguno de orina. De cualquier forma pasa su mano derecha por la mochila anaranjada de Renata. Quiere creer que su travesura, aún invisible hasta para él mismo, se ha logrado. No sonríe. Solo mira la mochila por largo instante. Luego voltea al pizarrón y se une al repetitivo coro de frases en inglés con el resto del grupo. Es evidente que las repite por fonética, no entiende lo que declama.
Cuarenta y dos años después, en pleno vuelo -sobrevolando Fairfax- Rico recuerda ese momento. Al igual que las burbujas de gas en el agua mineral, que aparecen desde la profundidad y ascienden esquivando los monolíticos hielos para integrarse a la superficie, así ha emergido ese recuerdo sin justificación alguna. Mira por la ventana. No hay elemento en la deslumbrante pradera de nubarrones que justifique el regreso de dicha memoria. Busca en el interior del avión pero no hay nada que explique que tan penosa acción haya quedado descubierta a su consciencia. Intenta jalar la sábana de la indiferencia a su posición original y regresar al estado en el que viajaba hace unos minutos. Es imposible; como quien intenta hacer la cama a media noche pero se niega a dejar de estar acostado, a no abrir los ojos.
Avergonzado, se recarga hacia la ventana. No quiere ser analizado por la mujer americana que viaja a su lado y con la cual hasta antes de la cena había tenido una conversación amistosa; en inglés por supuesto.
Tampoco quiere llegar a casa y escoger no contarle tal suceso a Natalia, su mujer. Sin embargo, es justo lo que hará: una translúcida membrana más de verdades a medias entre los dos. Se quita las gafas y mira con detenimiento las patas ambarinas, las toca y las separa. Piensa que tal vez no es un recuerdo sino un malvado eructo de su imaginación que, aburrida tras seis horas de vuelo, confabuló la historia usándolo a él como personaje central. Aún así, él sabe que aunque lo fuera, la desconfianza en su integridad no permitiría una fuga tan fácil del recién arrancado, viaje de culpa. Que tal acto no haya sucedido hace más de cuatro décadas, no significa que no pudo haber sucedido con sus manos, las mismas que aprietan el vaso desechable con agua mineral.
Rico, el infatigable penalista, es más bien un pervertido misógino de raíz. Toda su vida ahora se convierte en una suma de deshonestos actos teledirigidos para sacar adelante una reputación de no ser quien realmente es.
No importa quien la vea o en qué año aparezca, la verdad es sólo una luz.
Los recuerdos, los idiomas y las visiones, son los prismas que la sentencian.

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