martes, 21 de noviembre de 2017

Bichitos


Muriel veía los bichitos salir de la tierra. A veces entraban de vuelta pero la mayoría salía. Lo comprobó el día que a causa del smog se quedó en casa y pasó toda la mañana con la cara pegada al jardín, estudiándolas. Así aprendió que no era una cosa de horario sino que había un éxodo incansable de bichitos. Recordó que a su tío Ernesto, el hermano solterón de su mamá, le daba por esconder cosas enterrándolas. Más chica le había ayudado a sepultar una tetera y apenas el último verano habían cavado una fosa para la colección de novelas de la abuela. Si en cada familia había un Ernesto, bastaba para que el subsuelo del planeta estuviera cargado de todo tipo de cosas: guitarras, raquetas, cuchillos, pinturas y animalitos de peluche rotos. Por eso ellos salían todo el tiempo. Por eso se morían afuera de su casa que era ahí abajo.
Luego, cuando pasó a quinto, fue que se murió Leo. Todos lo conocían porque llevaba un pequeño tablero de ajedrez y escogía a un contrincante para jugar una partida cada recreo. Ella recordaba que aún habiendo perdido las tres veces que la había seleccionado; estuvo más cerca de hacerle jaque que muchos que habían jugado diez o quince veces. Ese día, tampoco hubo clases. La mayoría de los compañeros se quedaron en sus casas. A Muriel su madre la obligó a ir al funeral. De camino le contó que había ido al funeral de su abuelo cuando era nena pero para ella este era el primero. Todos lloraban, tanto que los suéteres y camisas de los señores servían como pañuelo más que para taparse. Ella se agarró fuerte de la mano de su mamá y antes de que terminara la llevo de vuelta a casa. Le pidió que se quedara en el cuarto de la tele, que ella tenía que volver al funeral. Igual Muriel salió al jardín. El coche sonaba lo suficiente como para ella meterse a ver la tele antes de que su mamá se bajara del auto. Con el dedo sirvió de puente para unas seis hormigas y dos cochinillas. Todas sin maleta pero tampoco con ganas de regresar a los caminos que las habían llevado a la superficie. Muriel pensó que no había nada que no hubiera sido escondido bajo tierra. Todo lo que existía arriba, lo había abajo. Su mamá tardó varias horas en volver y el frío la hizo notar que a falta de tierra que los cubriera a todos, el mejor mundo era subterráneo. Luego pensó que precisamente a Leo, lo habían pasado ahí abajo. Seguro no sería fácil jugar al ajedrez debajo de la tierra pero allá también deberían de tener buenos juegos. Escuchó las llantas y corrió a su cuarto. Escondió la ropa y se puso el pijama. Su mamá llegó a darle un beso en la frente y rezaron juntas. Ya con la luz apagada Muriel analizó las oraciones. Mencionaban demasiado el cielo. El calor era algo malo y como, lo había visto recién en quinto, al centro de la tierra no había nada que no fuera fuego. Por eso todos se querían salir de ahí abajo. O tal vez, a diferencia de los funerales y lo que hacía Ernesto, los bichitos enterraban a los suyos afuera para que la lluvia los devolviera al cielo.

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