lunes, 2 de enero de 2012

Era mi castillo

Poco importaban las canas en mi barba.
Poco importaba mi ostentoso estado de cuenta, símbolo discreto del coche que manejaba y el amplio garage donde estacionaba mis autos.
Al final me había visto obligado, cual quinceañero, a mandar a mi hermana menor a hablar con mi esposa para saber si mi matrimonio corría riesgo. ¿Qué iba a ser yo sin Matilde?
Los contratiempos cuando ella no estaba en casa brotaban de las paredes y caían como cascada por las escaleras. Para muestra clara mi paso a destiempo con una prostituta la semana pasada.
Prostitutas. Pffff.
Poco importan los detalles si un hombre como yo tiene que estar hablando de prostitutas. Primera vez en mi vida que se me ocurre hacer una salvajada del estilo en mi propia casa. Nuestra casa. Claro que los resultados iban a ser desastrosos.
Dos días después me marca la desgraciada para decirme que olvidó sus aretes en el baño. Menos de seis horas llevaba en la casa Matilde pero cuando llegué y no los ví supe que ella los había tomado.
Su silencio, su sonrisa, sus ojos cariñosos, todo era motivo de tortura a partir de aquel instante. Me había vuelto yo en un infante que festeja haber hurtado alguna golosina pero no obstante camina con el culo apretado sabiendo que la tunda viene en camino.
Me estaba volviendo loco la falsa rutina impuesta por mi esposa. Me daban náusea los desayunos en silencio mientras "leíamos" el periódico; lo mismo con las llamadas por teléfono, coreografías plásticas que servían más como ancores a un matrimonio extinto.
Las noches que llegó a la cama con el olor fresco a pasta de dientes me revolvían el estómago.
Asqueado de mí.
Asqueado de nosotros.
De dormir en la misma cama que la piruja aquella.
Por eso mi hermana había tenido que venir. No iba yo a aguantar una noche más así. Por eso 'el cafecito', para saber qué tanto iba a tener que tragar. Mientras tanto manejaba, el volante resbaladiso era una muestra clara de mis nervios.
Poco importa haber construir algo toda la vida si uno canjea mal su premio.
Mi premia era ser yo.
Hace tiempo que no era Matilde.
Ella llevaba su vida en paralela a la mía. Clase de yoga, de historia del arte, de alemán; se gastaba una fortuna en su entretenimiento personal. Una fortuna invertida en ella como individuo. Si bien mis hábitos me aislan, ella fue descifrando el método para dejarme sólo en casa y que yo sintiera que eso me sucedía por llegar tarde a mi propia fiesta.
Los pocos simulacros de matrimonio era cuando yo la sorprendía con una cena en algún lugar encantador de la ciudad. Aunque últimamente ni eso. Las últimas dos me habia cancelado por el poker con sus amigas. A ella ni le gusta el poker.
¿Y yo debería sentirme mal por una noche de invertir en mí? Si era ella la que me había mandado al carajo con más entusiasmo el último año. Era ella la que se gastaba nuestra fortuna y mi sudor en ella, nunca en los dos. Era ella la hipócrita que no afrontaba el problema.
Manejé con prisa, el volante menos húmedo y más caliente, ahora necesitaba llegar a la casa. Ya no iba a esperar a ver lo que mi hermana decía. Es más, ella tenía que verme tomar las riendas de una vida que se había escapado de las manos. Ella me iba a ver blandir las llaves de mi casa como verdugo, listo para degollar a todo aquel que no quiera vivir bajo las reglas de mi castillo.
Bajé del coche y azoté la puerta.
Saludé a la vecina; en bata a estas horas, que pena de vieja. Ya se enterará del chisme. Y me criticará por pervertido la fodonga. Y sentirá pena por la infeliz de Matilde...
La verdad que sí pobre; seguro que la vieja se encargará de que todos sepan. Ya irá con la cabeza gacha por las filas del supermercado.
Todo por mi noche.
El impulso furioso perdió gas del coche a la puerta. Apenas quito el cerrojo empiezo a moverme en cámara lenta. Ya dentro, atrás de la puerta de la cocina, las escucho hablar.
En efecto hablan del tema.
No entiendo bien así que me pego más a la puerta y cierro los ojos para concentrarme en sus voces.
"¿Qué van a decir todos?" Pregunta mi hermana.
"¿Qué van a decir?" Dice Matilde. Abro los ojos al caer en cuenta de su tono de voz. No es el de una mujer dolida, ahí donde resuena mi esposa no hay ni hubo lágrimas recientemente.
"Pues de tí, qué si perdiste tu dignidad." Afirma mi hermana, su voz claramente más cerca a un mundo emocional que la otra.
"No, a ver Inés, que una cosa es perder la dignidad y otra muy distinta es intercambiarla."
Toma algo de un vaso. Una copa más bien.
"Rodrigo es mío."
Me quedo inmóvil. Quiero ir al coche pero no puedo. Cuando me intento mover se me caen las llaves al piso.
Me tenso aún más ante el chillido del llavero impactando en el piso.
"¿Amor?" Dice Matilde con ganas de preparar la cena. "¿Ya llegaste?"

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