jueves, 8 de enero de 2015

Revés 2.1


Trabajo el mecate desde los catorce, cuando mi padre murió. Tengo treinta y nueve, no son tantos, pero sí los suficientes. Tengo una esposa y dos hijas, una de siete y otra de cinco: Tatiana y Alejandra. Lo oí por la radio y supe que era verdad. Subí a la casa a contarle a Alejandra, mi esposa. A Muy Muy todo llega tarde, así que temíamos que no habría tiempo suficiente para dirigirse a la cabecera municipal.
Desconfié de las paredes que ni siquiera las lluvias fuertes aguantaban, así que descargué la camioneta y me puse a clavar estacas contra el piso. Lo más pesado lo terminé anclando a las raíces de las higueras más viejas. Las niñas estaban asustadas, pero les expliqué que todo sería un gran columpio para jugar. Conocíamos los nudos correctos por suerte así que mi mujer se encargó de las niñas y de un par de maletas donde guardó nuestras posesiones más costosas. Somos gente de campo, no tenemos mucho, pero si el locutor tenía razón y Nicaragua sobreviviría este mal necesitaríamos algo qué intercambiar por comida.
De camino al establo sentí mis pies ligeros, se venía la voltereta. Tuve que regresar y asegurarme a mi mismo. Según el radio tomaría más tiempo, pero todo mi cuerpo me indicaba lo opuesto. Corrí al establo. Amarré a Hugo, primero una doble vuelta debajo del estómago y luego otra doble por las axilas. Las clavé con prisa, por estar pensando en el siguiente amarre desatendí las estacas. Hice otro amarre en el cuello y luego una última pasada por en medio de las patas para darle estabilidad. El crin se empezó a elevar. Clavé con furia las últimas estacas, el último mazazo ya no llegó y el marro salió volando, hacia la nada. Lo dejé de ver en segundos y supe que hacia allá íba toda un mundo, un universo de historias que se extinguirían, como cartas embotelladas que se sumergen en el mar. Mi cuerda, anclada a un par de metros de mi familia penduló hacia ellas. Intenté esquivar el choque para no forzar la riata pero al no poder nos amontonamos en un gran abrazo, no sé si el mejor pero sí el más importante que hemos tenido como familia. Parecía que Tati iba a llorar pero su hermana nos ayudó a calmarla. Al final ambas ya disfrutaban desde siempre de colgarse de las ramas y la perspectiva les parecía conocida. En cambio yo, ni en mis peores borracheras me había asomado a esta vista. El pasto se veía tan lejos pero más distante aún eran las nubes, que después de milenios de regalarnos la lluvia, ahora reclamaban absolutamente todo lo que crecía y existía en la tierra. Pensé en Managua e imaginé que sería mucho peor, aquí todo lo verde se aferraba al techo, pero el concreto no sé si tendría tanta suerte. Sin embargo el relinchido sofocado de Hugo me sacó un escalofrío que me devolvió con desprecio al presente. El techo del establo ya se había ido, las paredes aún aguantaban. De ahí se asomaba mi caballo, pero mi desafortunado amarre había dejado que las estacas que sostenían el cuerpo se vencieran y ahora el miserable se sacudía para no morir ahorcado. Las niñas lloraron al instante, la tortura era tal que trabajaba como imán a nuestra supervivencia. Lentamente, con mucha dificultad, me balancé; lejos de ellas y pretendiendo llegar a Hugo, que cada vez tenía menos fuerza.
Para cuando logré alcanzar la cuerda se sentía demasiado tarde. Saqué de mi cincho el machete y voltée hacia lo que antes era arriba y ahora se sentía tan abajo. Nos vimos por menos de un segundo a los ojos. Seguía vivo. A la fecha no sé si es mejor morir sin aire en esta tierra o desvanecerse en la nada pudiendo respirar. Unos dicen que al final también murió de asfixia. En aquel momento decidí que era mejor liberarlo y así lo hice.
Más rápido que el marro, Hugo se convirtió en un punto sobre una inmensidad blanca y neblinosa. Yo me quedé suspendido, tomado de la cuerda que pretendía salvarle la vida y lo acabó matando. Me tomó mucho tiempo soltarme y regresar a aquel abrazo.

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