jueves, 18 de junio de 2015

El Paraíso Incorrecto


Eran dos almas halladas entre sí mismas a través de su perdición. Por las noches ejecutaban toda la felicidad que durante el día era absoluta miseria. Los adictos parecen tener menos soberanía de sí mismos, y sin embargo, al mismo tiempo aman, con menos músculo, más que los saludables, esos que viven por arriba de todo y todos. Se odiaban a ratos también, eso es dolorosamente verdadero. Tendrían relativamente poco de haberse encontrado, unos dos años a lo mucho. Eran jóvenes magnéticos, imantados entre sí y para el mundo por la droga. No era una sustancia la que los iba corroiendo por dentro, eran todas. Ellos se encargaban de convertir cualquier fruto en un infeccioso vicio que los matase un poco más. Y eran únicos. No por matarse juntos todos los días con apatía y con enjundia cada noche, que ya es mucha cosa, sino porque en verdad lo eran. Eran un coctel de achacosa palidez e inocencia vertido en sus miradas ausentes. Generaban ternura, repugnancia e indiferencia a los de arriba.
No importaba que todos estuvieran en el subsuelo, aún las castas se adivinan a sí mismas fácilmente. Uno sólo reconoce la disparidad en el otro, y luego introverte la sensación con un par de pasos a la derecha diciéndose: "yo no soy así". Y en este planeta nuevo de las invertidas osmosis sociales, uno se aleja. Se extraña.
Al fondo, las luces parecen galopar hacia uno con cierto romance. Luego, el golpazo de aire caliente y el ruido del vagón apareciéndose en las caras de todo le quitan toda magia al fenómeno y, como zombies asalariados, todos entran al metro.
Ya es de noche, y como girasoles, todos empiezan a cerrar la cortina. Se empollan entre sus propios hombros hasta la mañana siguiente. Los más necios todavía cargan un libro frente a sus caras. Otros, groguis audifonados, se encapsulan ante el miedo de ser arrastrados a una peligrosa charla. Es tal el sopor noctámbulo que ni ganas de robar dan. Es ganado amodorrado con sed de anticlímax.
Suena la chicharra y las puertas reviven. Su corte de guillotina vertical es demasiado lento para ellos dos, que se azotan contra la puerta del otro lado para acabar con su correteo. Lejos del frío callejero, ahora viajan sobre el gusano metálico sin otro destino que el mismo viaje en metro por $5 las idas y vueltas moebiusanas que uno desee.
Resaltarían a cualquier hora, pero vienen en plan drogado y ruidoso por lo que no sólo ven y son vistos, sino que deboran la atención, las ganas, el tiempo que los demás, sin poner resistencia, conceden.
Ella baila una coreografía torpe y alucinante. Los espasmos de la culebra del subsuelo y su mermado equilibrio son la mitad del movimiento. Lo demás, son sus brazos que con cadencia, se recojen y desacomodan el fleco al compás enamorándolo más él, hipnotizando a la congregación turista.
El, quizás mas puesto en narcóticos, quizás más viejo en cuerpo y herencia, se mal sienta en el filo de una banca. Se aferra al metal para no irse de boca al suelo. La mira fijamente. Debajo del lacio fleco que constantemente la hace de máscara, la sonrisa siempre se asoma. El sonríe también. Sus sudorosas mejillas se hinchan de nuevo.
Sin embargo, su gesto esconde un horrendo secreto. Se está muriendo esta noche y sólo el lo sabe. A pesar de no tener una clara percepción de la realidad, lo que siente viene de muy adentro. Por eso era su prisa por llegar, seguir de pie era sólo acelerar el proceso. Ciertas instancias de su cuerpo ya han implotado.
Ella baila sobre la arena. Es de noche, sin embargo, el telón azulado denota que es más tarde aquí. El baja la mano un segundo, toca la suave arena y se lleva un dedo empanizado a la boca. Alcanza a morder la arena, a saborear la colisión de su propia fuerza. Ella, descalza, patea con gracia el talco. Su coreografía la acerca y aleja de las olas pero jamás permitiendo que se moje un sólo dedo del pie.
La carcajada por haber caído al piso con la llegada a la estación lo devuelve al vagón. La luz lastima su mirada. Una pareja los mira con repudio de salida, se marchan concluyendo entre sí lo que cualquiera diría de estos dos a primera vista. Ella lo usa para ponerse de pie y aprovecha para darle un beso. Lo despeina con sus lindas manos de puro esqueleto.
El baja la vista. Las olas ya mojan sus pies y la rodilla con la que se sostiene. Alrededor no hay nadie. Al fondo hay un peñón que confirma su sospecha: el nunca ha estado ahí. Hay música viniendo de lejos, sin embargo se escucha muy nítida. Es un laúd. Algo que también le es ajeno. Cierra los ojos con fuerza y al abrirlos sigue ahí. Lo vuelve a intentar y al abrirlos está en el metro.
Ella está haciendo un aventurado cancán. Lo tiene en el radar pero no lo suficiente par anotar su inaplazable partida. El cansancio lo derrumba. Está de vuelta en ese garzo litoral y ella también. El no quiere morir ahí. No sabe si este mismo lugar es donde pasará su eternidad, aislado, en una playa donde jamás amanece y las olas devuelven a los suicidas a la costa. El laúd está mas cerca, pero no por ello hay presencia humana. El lo puede oler. Su incertidumbre es si ella se quedará ahí, bailando y cayéndose por siempre. El no la puede levantar. Ni siquiera puede consigo mismo. Analiza sus manos, que se deforman. Las profundidades se amorfan y el mareo sentencia el camino.
Lo abraza. Recarga su cabeza contra su abdomen. Hasta le tararea una sencilla melodía cargada de un cariño ancestral. Ambos han sabido querer en otros cuerpos, en otros planos de existencia. Con su nula capacidad de concentrarse, ella va contando las estaciones; presiente que ya están cerca. Sonríe con melancolía al acordarse de la noche que aún le sigue sucediendo.
Ahora las olas están mas fuertes, pero el laúd resiste. Está asustado de haber muerto en el inframundo de un credo ajeno. La mira a los ojos. Ella observa en su dirección pero no lo ve a él. Presiente que se ha ido volviendo translucido. Justo ahora que llegaba un nuevo azul al fondo del horizonte. Ella lo observa. Lo extraña, de nuevo, tanto como lo hacía antes de saberlo vivo. Ese deseo de sentirlo cerca que él encontró en esa niña antes de que ella misma cayera en cuenta ahora volvía. El baja la vista, se siente agredido por la determinación que ve en ella. Finalmente deja caer la otra rodilla sobre la húmeda arena. Para verla una última vez se acuesta. Las láminas de oleaje lo refrescan, lo atrapan. Ella, inmaculada, cuenta las olas, las estaciones, las veces que lo tuvo adentro, las noches que ahora protege con el olvido.
El vagón llega a la última estación. Un hombre mayor sale del vagón contiguo. Al abrirse las puertas, el ya está en el piso. Ella, aún de pie, deja escapar un encarnado aullido de rencor.

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