viernes, 13 de mayo de 2016

remitíA


Mi primer recuerdo es una fantasía. Es un batidillo de pedazos de preciadas patrañas que almacené con cariño y devoción. A eso me saben los malos sueños, a mi elección favorita de una heladería que no existe.
Había una escarpada montaña afuera de mi ventana. De ahí, en una cueva se cortaba el paso de la luz por una pared de televisores viejos, sesenteros. Conforme se adentraba uno, sin poder prevenirlo, pisaba charcos de un mar cántabro, tostado en su capilaridad pero gélido en el interior de su magma. El silencio se desgajaba en chispazos de guitarras, a veces sintetizadores. Las manos, invisibles hasta para su propio dueño, se sentían pesadas cual pezuñas; y eso, generaba cierta fuerza: un apetito por cabalgar a toda velocidad aunque fuera uno de lleno contra el muro (que podía estar a escasos metros o a kilómetros de distancia). Ahí no había que ver para confiar. Ahí no había que rogarle a las voces conocidas que nos empapelan el corazón para sentir que uno avanzaba en la misma nube. Ahí no había que imaginar cómo sería el ahorrarse la muerte. En ese primer recuerdo, una desbocada estampida de búfalos reventaba el suelo a mi alrededor, en un círculo, cual rotundo tornado. Y ahí, yo de niño, escogía que aquel fuera mi punto de origen, lo primero que me había pasado. Lo de antes era comida caduca, era una etiqueta en eterno estado de desatención, era spam bastardo.
Toda mi vida exigiéndole a mi memoria, de carácter notarial, que la hiciera de histrión. Ahora, las vísceras vacías corrigen: el primer recuerdo -de fantasía- es lo único que tiene de verdad el finiquito de un hombre común, estimado, fracasado.

No hay comentarios: