miércoles, 25 de mayo de 2016

Rubén


En ese lago techado con estrellas siempre ha sido de noche.
Un pescador, quizás mudo, tal vez únicamente solitario, contempla la profundidad del estero. Sin avisar, cometas despegan desde el fondo, salpican al romper y luego hacen un intenso fffffffffffffftttt hasta convertirse en pixel de firmamento y una fatigosa estela de humo, que a su vez, sin pausa y sin prisa, en nada se transforma.
También se aprecian discretas burbujas en la superficie, desaparecen tan rápido como se asoman, probablemente son meteoros de cojera congénita que no alcanzaron a brotar en correcta forma.
Quien sabe qué hay allá abajo y cómo nacen los luceros submarinos. Al pescador poco le importa. El espectáculo arriba lo mantiene satisfecho. Rara vez corrige su postura, más bien se permite el entumirse. El ronroneo de su aletargado proceso hace que la realidad se vuelva buceable. Entonces se percibe a sí mismo como una deidad que ningún mortal reclamó. Navega ingrávido, sin responsabilidades con el Olimpo o el inframundo, mucho menos con los mundanos pedinches. Igual cede su poder al espectáculo que ha visto por interminables noches y sólo mira hacia arriba cuando el arcoiris anilla al firmamento.
Ese sol que jamás ha visto tiene hambre. Él, en absoluto silencio, aporta su rechazo a la abundancia y regresa a no incomodar a nadie, mucho menos a sí mismo.

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